siempre hay algo que contar...

miércoles, marzo 22, 2006

el mimetismo del frio...

Sometía las palabras al mimetismo del frío, aves y silbidos concéntricos de viento. Escuchaba el lamento de las piedras resecas, eco coagulado en los humildes paraderos en los que muere la niebla. De vez en cuando, su voz cortaba la acústica de una o mil cuevas deshabitadas. Y, áridas, en las llanuras, las salas muertas de trigo crepitaban en armonía bajo nuestras pisadas. Siento el pesar del arroyo, la condensación suicida de sus ya escasas tinajas de vida. Siento la incontinencia de las nubes de paso, coronas negras para cielos mustiamente despoblados. Cada amanecer abro la conciencia. Asumo aquello que no me pertenece y claudico a la ilusión de las promesas intangibles. He pecado abiertamente, he abierto el sumidero de rabia y he desatado la vida que fluía paralela en magmas de dejadez. Soy el principio de las caderas remotas, aquellas vértebras sumisas maleadas por las olas. Nunca llegué a alabar los dictados de la prudencia. No llegué a tatuarme las iniciales del drama ajeno y cotidiano. Me hice flujo y veleta, trapo preñado del viento obsceno que emana de tanta gente insípida. Ahora examino el océano. Preveo catástrofes y ritos naturales. Repaso individuos con el ácido puntero de la escasa implicación. Leo la poesía intravenosa que sucede a través de ellos. No somos iguales más que en morfología. Continentes en cadena que el día a día irá rellenando. Desde una loma elevada, contemplo el presente. No deseo sufrir ni deseo consolarme. Neutral, ecuánime, en su injusta medida. Entro y salgo del laberinto. Y en la sutileza de toda percepción, no sé en qué realidad me siento más seguro. Son frágiles los días salpicados de nostalgia, orfanatos etéreos en los que abandonar nuestro nombre. Me abruma la carencia de espacio y de argumento. El empedrado macizo de esta constante hipocondría del alma. Sufro porque debo. O, al menos, así lo concibo. No tengo fuerzas para discernir entre el egoísmo y la flaqueza. Expulso lo que dictan hojas y barrizales, olivos, musgo y verjas oxidadas. Abro las ventanas. Intento ventilar la enfermedad que conmociona el aliento y la voluntad, el aroma triste de cada nuevo despertar. Tuve la salvación en el reflejo de los charcos, en las vetas del camino y en la aurora que asomaba por la arista de sus ojos. Tuve la combinación para adiestrar la sonrisa y tuve un bozal para el miedo. Los pájaros lo saben. Las estrellas lo saben. He podido renacer, pero no he querido hacerlo.