particulas de polvo...
Mirábamos con ternura las partículas de polvo que flotaban en el aire cálido arañado por los primeros rayos del día. Al fin y al cabo, habíamos tenido parte de culpa de aquella maraña de piel, tejido y ácaros surcando la habitación. Cada arrebato compartido nos dejaba solos sobre el colchón. Y solos significaba solos; sin oxígeno, ni luz, ni átomos de lo que fuera que hubiera tenido a bien posarse en su cama. Por ello quedaba suspendida cada brizna natural o artificial, animal, vegetal o humana, desterrada de las sábanas aun calientes de entrega. Después, cuando nos habíamos calmado, volvían despacio a posarse como minúsculas hadas. Caían, como estrellas fugaces, centelleando entre las sombras de cebra que proyectaban los estores venecianos. Y nosotros, impasibles. Desnudos, sobre nuestra góndola fucsia, dejando que la corriente eligiera qué canales seguir y cuáles vetar. Más tarde, al recuperar aliento, habla y movilidad, estirábamos el brazo hasta la pequeña bolsa de cuero oculta bajo la ropa previamente extirpada. Extendíamos sobre la cama todo lo necesario para destapar la sonrisa rojiza y adormilada. Mezclábamos y deshacíamos sobre la palma de la mano. Y después fumábamos; ahora tú, ahora yo. Y en un instante, sin dejar de flotar sobre nuestros dulces canales, Venecia era Ámsterdam. Bajábamos un poco el telón de las pupilas y nos desperezábamos entre suspiros y ligeros gruñidos. Deslizando, en un lento slalom, las yemas de los dedos, seguíamos el trazo sinuoso del cuerpo ajeno. Rotábamos, ligeramente, como rotan las piezas de un puzzle hasta encajar. Y volvíamos a desalojar, en variables arrebatos, toda existencia intrusa instalada entre nosotros. Así hasta desfallecer de nuevo. Y quedarnos exhaustos, felizmente abatidos, mirando con ternura las partículas de polvo.
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