siempre hay algo que contar...

miércoles, marzo 29, 2006

Turion...

Escapamos a través del Círculo de Turión, huyendo de las órbitas de Nínive y Pular. Todo temblaba como si estuviéramos a punto de desintegrarnos. Sentía cómo flotaban mis órganos exentos de gravedad. Es una sensación difícil de describir; el corazón, los pulmones, el estómago… flotan dentro de ti produciendo un extraño cosquilleo y un tremendo desconcierto. Veía balancearse al unísono todos los diodos, la nave se había convertido en una inestable discoteca de franjas de lucecitas rojas y aquel sonido terrible de todo lo que cruje antes de desgarrarse. Ivessen y yo estábamos bien atados, a diferencia del ajedrez con el que matábamos las horas y aquel montón de revistas científicas. Estas últimas volaban despacio entre nosotros, abiertas, como grotescas gaviotas de papel. Lo del ajedrez fue culpa mía; había olvidado sellar la caja de las piezas y éstas se repartían entre el techo y la luna delantera de la sala de mandos. Así se confundían en el horizonte peones y meteoritos mientras la reina negra coqueteaba con la palanca lanzadera. Duró aproximadamente unas dos horas. Después volvió la calma. Sin duda, había valido la pena. De permanecer un día más en Édera, las órbitas cercanas nos hubieran arrastrado hasta hacernos colisionar y fundirnos igual que un mosquito atraído hacia la trampa abrasiva. De haberlo previsto, hubiéramos utilizado otra vía de escape más segura. Pero no nos dimos cuenta hasta que ya estábamos a punto de perder el control. De ahí lo de atravesar Turión, esa especie de centrifugadora cósmica de la que cualquier comandante responsable no quiere ni oír hablar. Las tormentas estelares eran frecuentes pero previsibles gracias a los sensores y, por lo tanto, evitables. Y más aún el Círculo de Turión. La tormenta perpetua, la llamaban. Siempre estaba ahí, invariable y asentada en sus coordenadas. Era uno de los fenómenos conocidos más extraños del universo. Y para un temerario como Ivessen, resultó ser un magnífico parque de atracciones. “Si tenemos suerte, dijo, la tormenta nos propulsará al doble de velocidad de la que nos ofrecen los generadores. Así, seguro que escaparemos”. Todos pensamos que era una locura pero nadie se opuso a la idea. Entramos en la tormenta como ovejas en el matadero. Yo cerré los ojos durante unos minutos. Al abrirlos, vi cómo Ivessen golpeaba poseso los cuadros de mando y el timón de la nave. Llevaba una sonrisa de oreja a oreja, gritaba y gesticulaba. Era feliz. No tenía miedo. Nos sacó de ahí sin un rasguño y sin un solo impacto contra la nave. Cuando todo acabó nos quedamos paralizados, mirándonos unos a otros, sin terminar de creerlo. Poco a poco, la nave se estabilizó y, en el paisaje, las violentas rocas estelares dieron paso a dulces y tranquilas nebulosas. Ivessen se desabrochó el primer cinturón para poder soltar los brazos y estiró su mano derecha hacia arriba hasta hacerse con uno de los cuatro caballos que seguían deambulando por el habitáculo. Me miró y dijo: “blancas empiezan”.