siempre hay algo que contar...

martes, septiembre 26, 2006

otoño...

Las últimas lluvias amontonaron las hojas en un rincón del patio, junto a restos de barro y un austero bodegón de recuerdos orgánicos. Las baldosas coloradas trasmitían el olor de la humedad de un verano ya difunto, y en ellas, salpicados, elementos y entidades obsoletas que los vecinos habían tenido a bien arrojar por la ventana. Y ropa, desangelada, que se había suicidado tendedero abajo y dejaba en el suelo el contorno blanquecino de la escena de un crimen. El cubo con asa, rebosante de agua estancada, se convertía en el contexto del nacimiento de la vida; seres minúsculos y flagelados que giraban en círculos felices en su inmundicia. Las tejas explicaban que aquello ya era viejo, o antiguo, o como llamemos a las cosas que apreciamos y que se van deteriorando. Muchas estaban fragmentadas y entre ellas, aunque se me antojara inexplicable, habían germinado multitud de pequeñas plantas de un tono verde castaño. Entrábamos deslizándonos en la estación de la melancolía, sin más aduanas ni más peajes que aquella sensación volátil que nos invadía el corazón. Sin más billete que un calendario del que alguien se olvidó, quizá pensando que en otoño sus hojas caerían solas. Caminábamos y pensábamos más lentamente, como si la densidad atmosférica se fuera instalando entre nuestros huesos y en nuestra cabeza. Nadie lo comentaba pero todos lo teníamos presente. Se avecinaba aquel espacio del año en el que se demuestra quiénes son más fuertes y quiénes sufrirán la maleabilidad de los meses ásperos, los que tienen en común la nostalgia, el frío y la letra E. Las cosas habían ido cambiando pero, en mayor o menor medida, seguíamos siendo los mismo de siempre; con nuestra sonrisa entrecortada, con nuestro eterno desgranar de hipótesis, con nuestros miedos y con nuestras ilusiones filtrándose a través de los bolsillos descosidos. En los raíles de la puerta que conducía al patio se había instalado una pinza de la ropa, probable compañera de caída de alguna de esas prendas por las que conocíamos un poco más la vida de los vecinos. Incrustada pero desapercibida, permitía cerrar la puerta dejando la malformación justa por la que se colara el aire. Por ahí entraría el frío durante todo el invierno. Más tarde, allá por marzo, alguien se daría cuenta y la retiraría.

catastrofe...

El mundo se encogió y expandió, se encogió y expandió, se encogió y expandió un total de cinco veces, como si la inmensa bola se hubiera resfriado y estornudado. Como podéis imaginar, las consecuencias de la extraña serie de espasmos planetarios resultaron devastadoras. Los inmensos y globales terremotos derrumbaron todas las construcciones del mundo y una gran parte de las formaciones naturales elevadas. A modo de balde repleto de agua que sostienes mientras caminas con torpeza, los mares, ríos y embalses se desbordaron con un salpicar brutal que inundó pueblos enteros. La gente, los animales, los vehículos y todo aquello que se encontrara al aire libre y no estuviera firmemente adherido al suelo salió disparado unos centenares de metros. Todo fue proyectado hacia las nubes y después todo volvió a caer y todo volvió a ser proyectado de nuevo. Como si te despeñan desde el ático de un rascacielos y después te vuelven a subir y a despeñar cuatro veces más. Con el curioso agravante de que aterrizabas cada vez en un lugar distinto y alejado del que habías despegado segundos atrás. Los que se encontraban en el interior de las pocas estructuras que no se derrumbaron, también sufrieron los infames efectos de aquellos latigazos. Porque la gravedad hacía su trabajo aunque sobre tu cabeza resistiera estoicamente un techo amurallado. Precisamente, a esos, la gravedad los lanzaba a gran velocidad estampándolos contra el techo. ¡Sí! También cinco veces. Algunos parecían mosquitos humanos que habían sido aplastados por un matamoscas gigante. En cualquier rincón del planeta se dibujaba un espectáculo dantesco. El mundo se había vuelto una letal e incontrolada montaña rusa. Calculo que todo aquello pudo durar cerca de dos minutos. Pasado ese tiempo, todo se había convertido en una nube de polvo que, al disiparse, dejaba atrás un horizonte de escombros y trituración. Recuerdo que me quedé allí, inmóvil y aturdido, agarrado con manos, pies y dientes a aquel robusto tronco que me había salvado la vida.

Sólo sobrevivimos a la catástrofe global Liv Tyler y yo. Recuerdo que Liv se acercó y, mientras se desnudaba me dijo (en inglés, claro); "No hay tiempo que perder. Tenemos una sociedad que reconstruir". Tres segundos más tarde sonó el despertador.

hipoteca...

Digo yo que lo llaman hipoteca por el hipo que te entra cuando te explican lo que vas a pagar. Gastos de aquí, gastos de allí, bien de comisiones, media docena de firmitas… y ¡hala rey!, hasta el 2041 que te tenemos por los machos. Ah! y te regalan una carpeta, no sea que vayas a perder los papeles y tengas que pagarlos otra vez. Después viene un señor trajeado muy simpático que te pone tres firmas más, te lee un par de páginas a lo Urdaci (en 8 segundos), te guiña el ojo y te clava 1500 más. Fanático que es uno de las raíces etimológicas, he llegado a la conclusión de que antiguamente los que daban fe de transacciones y préstamos eran los judíos. Quizá por eso, en esos años de locura persecutoria nacionalsocialista, se llamó a estos señores notarios (del ingles not-ario). Puede que se remonte también a esa época el término comi-Sión. Si es que al final todo está ligado. Bueno, así que ahí estás con los del banco, el notario, los de la promotora y un par más que no sabes de dónde son pero no preguntas no sea cosa que también te cobren. Todos ríen y todos te dan la mano, mano que ya te duele de firmar cosas que ni lees ni entiendes. Seguro que podrían meterse por en medio los de Greenpeace, los del Círculo de Lectores y los del Partido Humanista, que tu firmabas tan contento. A estas alturas ya estas deprimido, sumido en un incomprensible baile de cifras y harto de sonrisas y gestos de aprobación. Entonces te sueltan la frase mortal que siempre empieza con un "¿te comenté lo de…, no?". A la que tú ya no sabes si responder "sí", "no" o "iros a la mierda". "¿Lo del seguro?… pues no me acuerdo si me lo comentaste". Ahí es cuando entran de nuevo en tu cuenta, que es algo que siempre has mimado y que ese día pierde la magia al descubrir que medio mundo hace y deshace sin consultarte. "¿Qué tipo de seguro del hogar quieres?" A lo que cabizbajo contestas… "uno gratis". Pero casualmente de esos no hay. El momento más gracioso es cuando te ofrecen la posibilidad de asegurar, por un "módico" precio, lo de dentro de la casa. Que tu dices; pero si con lo que he pagado no puedo meter nada dentro de la casa. ¿Qué cojones voy a asegurar? Sólo estaré yo, en el suelo, muerto de frío, comiendo tranchetes hasta el 2041. Y justo ahí, cuando te ven hundido, tan cerca de tirar la toalla… te miran, con los ojos brillantes de Mengele ante un par de gemelos polacos… y te dicen: "¿Ah! hablando de eso… te comenté lo del seguro de vida, ¿no?". Entonces empiezas a llorar, un mecanismo de regresión hace que recuerdes lo bien que estabas en el útero materno, coges la carpeta que te han regalado e intentas cortarte la yugular con el canto. Pero no puedes. Firmas más cosas mientras las lágrimas van emborronando la tinta de sumas y sumas y multiplicaciones que tienes delante. Y justo cuando te vas a ir, justo mientras decides si tirarte de la Riera o ante una calesa de esas de los turistas, te dan una palmadita en la espalda y te dicen: "Bueno, y todo esto dentro de seis meses lo revisamos y puede que te suba un poquito más. Venga. Adiós. Enhorabuena chaval".

19 escalones...

Encontró la delicadeza en los ojos de la gente. Deambulaba perdido ante la búsqueda de la belleza minimalista y cotidiana, igual que aquél que intentaba cazar mariposas blancas sobre la nieve. Abría con ligereza el grifo de su sonrisa. Y en ese gesto, en ese acto trivial y sosegado, enamoraba, por sincero, lo que se encontraba a su paso. Era lo que era y no lo que pudo o quiso ser, premisa que le permitía vivir sereno. No exigía más de lo que se exige al espejo, a la almohada o a los tres fogones renqueantes de su pequeña cocina. Exigía bajar con ilusión los 19 escalones que abrían el telón del teatro de la calle. Y una vez allí, buscaba por cualquier rincón la complicidad que daba cuerda a su día a día; un gesto, un esbozo de palabra o el conato recíproco de una leve mirada. Subía al autobús, no sin esfuerzo, y saludaba metódicamente a todos los que se encontraban entre la puerta y el primer asiento vacío. Camareros, vendedores, sanitarios y conductores lo habían declarado patrimonio del barrio. Su humanidad excedía de lejos el envoltorio cascado en el que habitaba. Todos lo sabían. Por eso le regalaban aquellas miradas cargadas de la ternura y el altruismo con los que sólo se mira aquello que se adora. Él gestionaba a conciencia lo que obtenía de aquellos ojos. Descifraba las vidas, los sueños y los secretos de los demás a través de lo que leía en sus redondos escaparates que observaba con detalle. Extraía de ellos la delicadeza que después utilizaba para alimentar su corazón, varias veces remendado. Supongo que por eso le querían. Conseguía de inmediato erradicar el miedo que tenemos a la analítica humana, a los que al mirarnos son capaces de saber cómo somos. Se mostraban desnudos ante él, como haríamos ante el médico, el párroco o el psicólogo. Y a su lado, sin saber muy bien por qué, se sentían mejores personas; nadie con quien competir, nadie a quién impresionar, nada por lo que fingir. Así vivió, en su modesta simbiosis con la raza humana, hasta que la lógica de la edad le hizo perder la vista. Una mañana se dio cuenta de que ya no leía en los ojos ajenos, simplemente porque casi no podía verlos. Había perdido el enfoque que le llevaba de viaje hacia la mente de las personas. Ya no distinguía el afecto del pánico, ni el dolor de la alegría tatuados en las retinas de quienes le rodeaban. Ese fue el final. Él, que había superado intervenciones en su corazón y en su cabeza, apéndices de madera con los que poder caminar y mecanismos incomprensibles con los que comunicarse, no pudo con aquello. Así dejó de bajar sus 19 escalones, dejó de exigirle nada al espejo y poco a poco, sin dar más explicaciones, se fue desvaneciendo.