otoño...
Las últimas lluvias amontonaron las hojas en un rincón del patio, junto a restos de barro y un austero bodegón de recuerdos orgánicos. Las baldosas coloradas trasmitían el olor de la humedad de un verano ya difunto, y en ellas, salpicados, elementos y entidades obsoletas que los vecinos habían tenido a bien arrojar por la ventana. Y ropa, desangelada, que se había suicidado tendedero abajo y dejaba en el suelo el contorno blanquecino de la escena de un crimen. El cubo con asa, rebosante de agua estancada, se convertía en el contexto del nacimiento de la vida; seres minúsculos y flagelados que giraban en círculos felices en su inmundicia. Las tejas explicaban que aquello ya era viejo, o antiguo, o como llamemos a las cosas que apreciamos y que se van deteriorando. Muchas estaban fragmentadas y entre ellas, aunque se me antojara inexplicable, habían germinado multitud de pequeñas plantas de un tono verde castaño. Entrábamos deslizándonos en la estación de la melancolía, sin más aduanas ni más peajes que aquella sensación volátil que nos invadía el corazón. Sin más billete que un calendario del que alguien se olvidó, quizá pensando que en otoño sus hojas caerían solas. Caminábamos y pensábamos más lentamente, como si la densidad atmosférica se fuera instalando entre nuestros huesos y en nuestra cabeza. Nadie lo comentaba pero todos lo teníamos presente. Se avecinaba aquel espacio del año en el que se demuestra quiénes son más fuertes y quiénes sufrirán la maleabilidad de los meses ásperos, los que tienen en común la nostalgia, el frío y la letra E. Las cosas habían ido cambiando pero, en mayor o menor medida, seguíamos siendo los mismo de siempre; con nuestra sonrisa entrecortada, con nuestro eterno desgranar de hipótesis, con nuestros miedos y con nuestras ilusiones filtrándose a través de los bolsillos descosidos. En los raíles de la puerta que conducía al patio se había instalado una pinza de la ropa, probable compañera de caída de alguna de esas prendas por las que conocíamos un poco más la vida de los vecinos. Incrustada pero desapercibida, permitía cerrar la puerta dejando la malformación justa por la que se colara el aire. Por ahí entraría el frío durante todo el invierno. Más tarde, allá por marzo, alguien se daría cuenta y la retiraría.