siempre hay algo que contar...

lunes, octubre 27, 2008

y ni así...

Al despertar, ponía cada mañana barro en los ojos de la tormenta. Era sutil pero abstracta, enredadera que agoniza entre escombros de murallas anteriores. Era muérdago y primavera, sujeta al clima perturbado de las pasiones postizas. Y yeso, sábana transitoria para lienzos contaminados. Ponía voz al silbido de la ciudad abandonada. Y miedo, pequeñas dosis de hielo intercaladas entre los nombres. Era vértigo y espora, andén y miel corrompida. Lo se. Tengo sed junto a los paisajes. He caminado tanto. He remontado tanto. He remado hasta escurrir mi cordura. Y helo aquí, un murmullo incomprensible que diseminan las gaviotas. Una herida que supura. Un manto de pereza. Hela aquí. La sonrisa simulada de cualquier recién llegado. Luz y apatía, de tan intensas y desangeladas que torturan el calendario. He visto círculos de animales. Conozco la geometría de cada naturaleza. Y ni así he renacido. Y ni así he abierto los ojos. Y ni así he sorteado el frío.

viernes, octubre 24, 2008

800 km

Para los que no tenéis mucho tiempo os ahorraré los pormenores: chico muerto, chica muerta y dos postales mojadas, una en cada bolsillo trasero.

(para la historia completa seguir leyendo)


Aquella mañana, Juan y Matilde quedaron en la estación de autobuses. Desayunaron un cortado y un café con leche, dos napolitanas de chocolate y una botella pequeña de agua con gas. No hablaron. Se dedicaron a mirarse, entrelazar despacio sus manos e intentar no llorar. Juan sacó de su bandolera dos postales y dos billetes de autobús. Colocó sobre cada postal un billete y las dobló concienzudamente. Después las barajó bajo la silla y tomó una en cada mano. Con la mirada clavada en el suelo, cerró los puños y los extendió hacia Matilde. Ella eligió la mano derecha, la abrió con delicadeza, miró su postal y la guardó en el bolsillo mientras tragaba saliva. Juan miró su postal y también la guardó. – La tuya es más bonita – le dijo, y ambos rompieron en un llanto nervioso maquillado de sonrisa.

Pagaron el desayuno y caminaron abrazados hasta el vestíbulo de los andenes. Al despedirse lloraron de nuevo. Con la voz absolutamente quebrada y las manos sosteniendo contra su pecho la cabeza de Matilde, le susurro -Te quiero y te querré allá donde vaya-. -Yo también a ti- respondió, como pudo, Matilde. –Adiós- dijo Juan, -Se fuerte- y cada uno enfiló por un túnel distinto.

Durante el trayecto, de 3 horas, Matilde se dedicó a mirar por la ventanilla, con la vista perdida en algún horizonte indeterminado, hasta que se quedó dormida. Juan se pasó leyendo las 8 horas del suyo, incluida la parada en la que todos los demás bajaron.

Dos meses más tarde los medios se despertaron con la noticia. Osvaldo F.T., un turista que practicaba espeleología en la Cueva de Tilo, en el norte del país, acababa de encontrar el cuerpo sin vida de una joven de 19 años. Por la descripción, las autoridades supieron de inmediato que se trataba de Matilde. El caso de la pareja de adolescentes desparecidos se había hecho un hueco entre los programas sensacionalistas causando conmoción en todo el país. Durante todo el día, examinaron y dragaron la cueva sin éxito en busca de Juan.

La única pertenencia encontrada en el cadáver de la chica era una postal doblada en el pantalón de su bolsillo. A pesar de la humedad y el deterioro, comprobaron que no había nada escrito en su reverso. Lo que desconcertó a los investigadores fue que la postal mostraba la imagen de otra cueva, la Cueva de Agra, situada a más de 800 kilómetros del lugar en el que habían encontrado a Matilde.

Cuando localizaron el cuerpo de Juan se quedaron estupefactos. En su bolsillo, una postal doblada con la imagen de la Cueva de Tilo.

jueves, octubre 23, 2008

empezaremos (2)...

La tormenta había desperezado el paisaje. Su reflejo jugaba a diseccionarse entre los charcos mientras él caminaba absorto y, de algún modo, correspondido. -¡Buenos días helecho!, ¡Buenos días graffiti!, ¡Buenos días Señora Mirlo, ¿qué tal los críos?!- El cielo se había abierto y ya no quedaba rastro de aquella cúpula gris que nos pone Dios cuando hace cosas que no quiere que veamos. El mundo se había hidratado y todo era más brillante, más hermoso y algo menos liviano. Caminaba por la plaza como si no la conociera, como si fuera la primera vez, como si no llevara 30 años tropezando con aquella tapa de alcantarilla mal ajustada. Era como si le llamara cada mañana; "Asómate. Baja. Ven al infierno a jugar a la comba". Pero a él no le atraía la comba, ni el infierno, ni los desahogos divinos, ni la mayor parte de la gente. Prefería los animales, los vegetales, las perspectivas y todas las cosas inertes incapaces de verter opinión alguna. Cada mañana bordeaba la plaza y se sentaba en su banco de siempre, aquel desde el cual podía observar las intimidades de seres y edificios. Sacaba de la chaqueta un viejo cuaderno de notas de tapas amarillas y escribía las frases románticas que no tenía a quién dedicar. Un día, pensaba, quizá resulten útiles. De camino hacía la última hoja en blanco, sus ojos repasaban reflexiones anteriores. Alguna de ellas le provocaba una sonrisa, otras un sonrojo y las demás una sensación de absoluta melancolía. Por su contenido, sabía perfectamente en qué época las había escrito y cómo se sentía entonces. Quitaba con los dientes el tapón de su bolígrafo negro y se imaginaba enrolado en una historia apasionada. Entonces se sabía valiente, seguro y afortunado. Miraba a los ojos de una perfecta nada y empezaba a escribir: "Si supieras cuánto te quiero, creerías que estoy enfermo".

jueves, octubre 16, 2008

empezaremos...

Empezaremos imaginándonos una tempestuosa mañana de noviembre. Sábado. Un día de esos en los que al abrir los ojos y mirar por la ventana eres incapaz de predecir qué hora es. Empezaremos imaginándonos que la bruma entra en las casas y las nubes forman una cúpula impenetrable a la luz y al color reconocido en otros amaneceres. Te incorporas despacio. Avanzas. Pero sucumbes en el intento de alejarte de la cama. El balancín modera tu progreso. Desde tu trono improvisado transitan en procesión nubes y retales ajados de una amarillenta cortina. Oscilas, igual que oscilan las cosas que no tienen claro a qué destino atenerse: cipreses, insectos y banderas. Has visto jugar a los niños. Has visto las procesiones de hombres y perros intercalándose el rol de decidir qué rumbo tomar. Has visto rosarios de palomas sobre el tendido eléctrico que circunscribe en el cielo tu pequeña propiedad. Pero hoy no hay ajetreo en el barrio. No toca misa, ni partido, ni los paseos de la mano de esas familias de papel recortado. Hoy toca tormenta y lluvia, niebla compacta y olor a campo que nace y muere cada par de minutos. La lucidez se va acercando a gatas mientras dudas si el periódico habrá llegado hasta el porche. Y si lo ha hecho, te preguntas si esa tinta endeble de rotativa barata habrá soportado el diluvio. Puede que no. Puede que debas redibujar el camino hasta la calle leyendo porciones de noticia en los adoquines, en los charcos y en las briznas de hierba. Puede incluso que las palabras se hayan deslizado y mezclado, generando nuevas crónicas abstractas e inverosímiles. Quizá así, en el redactar de la tormenta, se hayan extinguido guerras, muertes y recesiones. Quizá el agua caprichosa haya alterado las esquelas, los resultados deportivos y la programación televisiva; “Sus afligidos nietos: CSI y Sporting de Gijón”. O tal vez debieras menguar el delirio que hiperventila tu cabeza. Olvidarte de las hipótesis kafkianas que nadie comparte contigo. Y así quizá dormirías, comerías y respirarías mejor. Sí. El mundo sigue en su sitio. Seguramente la prensa esté seca. Aquel chaval del piercing en la ceja se habrá acordado de envolver tu diario en ese film profiláctico que te sugiere que podrías congelarlo de inmediato junto a las pechugas fileteadas y así detener el tiempo. No. Para. No empieces de nuevo. Pronto dejará de llover. Te conviene salir a la calle.