siempre hay algo que contar...

martes, febrero 28, 2006

la verdadera vida...

Deduzco que el motivo principal de nuestra existencia se reduce a facilitar la existencia de seres que, deduzco, deben ser más importantes que nosotros. De ahí nuestra encomiable dedicación vital y exclusiva a la causa de algún empresario, algún mafioso, alguna influyente corporación, alguna administración lucrosa o algún poco escrupuloso capataz. Ocho horas diarias, que viene a ser el 50% del tiempo que permanecemos despiertos, dedicados al próspero fluir de una existencia ajena. Y no vacilamos a la hora de reconocer que ésta es la vida que hemos elegido. No vivimos para nosotros sino para otro u otros cuya “enorme generosidad” nos regala algo de tiempo, no mucho, para hacer con él lo que queramos. Es decir, no vivimos nuestra vida sino que la dedicamos a esforzarnos para que otros sí vivan la suya. Es así. Si intentamos simplificar los conceptos, huir de los demagógicos conceptos de libertad individual y oscurecer por un instante el lógico devenir de nóminas, hipotecas y deudas varias, es así, simple y llanamente. Y cuando uno se sale de este redil de marionetas, se le tacha de iluso. No sé cómo pero lo han hecho. Han inhibido todos los procesos de ilusión y futuro personal que todo hombre debería incubar. Los han borrado, formateado y sustituido por otros en los que el triunfo social devendrá de una sumisión más afortunada que la de nuestro vecino. Una sumisión más políticamente correcta. Una entrega menos visible y, si cabe, menos humillante, hará que se nos vea como unos triunfadores personales. Es esta la gran falacia de la sociedad moderna. Vemos como poderoso al esbirro del poderoso que ocupa en la pirámide el escalón inferior a este. El maquillaje del poder hace que veamos como amo al que actúa, vive y siente como esclavo. Y hace, además, que lo admiremos y envidiemos. Vemos mariposas donde sólo reptan gusanos. Y así, nuestra propia mariposa, si es que aún la tenemos, hiberna confundida soñando con ser gusano. Ya no tenemos vida, señores y señoras. Pues no es vida el lujo de una casa o un coche mejor. Ni es vida el viaje soñado de siete días al año. Ni vida las cenas caras. No. Eso son complementos, los complementos a los que se nos consiente acceder para sedar nuestra lógica rebeldía. Complementos que, metódicamente dosificados, nos parecerán un precio razonable por el que vender nuestra existencia. La vida, la verdadera vida, será la que cada uno imagine ahora mismo como tal en su cabeza. Y no es cuestión de enormes necesidades, ni grandes lujos, ni inalcanzables proyectos. La verdadera vida es la modesta felicidad que se dibuja al cerrar los ojos. La verdadera vida son las mínimas necesidades cubiertas y una casi permanente sonrisa en la cara. Cuando llevemos tiempo sin poder compaginar estas dos realidades, entonces, sabremos que en algo nos hemos equivocado.

la tristeza de la lluvia...

No hace falta pisar los charcos para percibir la tristeza de los días de lluvia. Creo que todo está en las esencias. La humedad, la lluvia, de alguna manera, extrae la esencia de todas las cosas. Cosas que, por lo general, se nos muestran puras e incorruptas. Así, las gotas que se filtran a través de la tierra, las que resbalan por las rocas, o entre las hojas, desnudan y nos muestran la pureza, en olores y texturas, de aquello que nos rodea. Es por ello que surge la melancolía. Todas las esencias puras chocan, en comparación, con la esencia triste de los hombres. Y es en estos días, en los días de lluvia, cuando más conscientes somos de ello. Y por ello es en estos días, en los días de lluvia, cuando más nos duele nuestra propia tristeza.

viernes, febrero 24, 2006

luz y sombra...

Decidió convocar a las dos partes que luchan por dirigir los designios de todo hombre. Las sentó en su cama y así los tres, que eran uno sólo, se dispusieron a destripar el molesto desazón que le invadía de un tiempo a esa parte. La luz, la parte de él que le ligaba con fuerza a la vida, pidió respeto. Rogó compasión a la sombra. Rogó tiempo para enhebrar, una a una, todas las ilusiones con las que lograría el pronto retorno de la paz exiliada. La luz expuso con calma y ternura todos sus nobles proyectos. Y los demás la escucharon. Después le tocó a la sombra, al magma gris y autodestructivo que anida en todos nosotros. La sombra llevaba tiempo prevaleciendo sobre la luz. Era su momento de gloría, aquel en el que toda realidad se siente fuerte y poderosa. Él las miraba, cabizbajo, atento a las exposiciones de una y otra naturaleza. La sombra afirmó que no era la época de recurrir a ilusiones. Dijo, además, que la mayoría de éstas permanecerían inalcanzables por lo que la situación empeoraría aun más. La sombra avaló el aislamiento, la lúgubre introspección, como única arma a utilizar para una futura regeneración. Avaló el dolor de hoy como la semilla de la que recolectar la alegría de mañana. “Estás mintiendo”, interrumpió la luz. “De tu mano, ni mañana ni nunca brotará la alegría pues tú eres incapaz de generarla. Y lo sabes. Tan sólo es una estrategia para prolongar el dolor hasta eternizarlo. Y así, acabar con todos nosotros”. “Si acabara con vosotros… ¡estúpida!”, gritó la sombra “… también acabaría conmigo. Y, desde luego, esa no es, ni será nunca mi intención” “Lo que quiero…”, continúo, “… lo único que quiero es que abráis los ojos y seáis consecuentes con la vida que, hoy por hoy, llevamos”. “La que tú has elegido…”, increpó la luz, “llevamos la vida miserable en la que tú nos has sumido. Una vida repleta de dudas y penurias. ¡Qué digo una vida¡ una tortura, eso es lo que vivimos, una constante e irrevocable tortura”. “Mírate…”, contestó la sombra, “… eres tan pura e idealista que tú misma derrumbas tus endebles argumentos. ¡Sufrimos… sufrimos! Pues claro que sufrimos, como sufre todo el mundo. E intentar ocultarlo bajo falsas promesas de prosperidad y regocijo no conseguirá que seamos más felices, sino más vulnerables”. “Eso no es cierto…”, saltó enojada la luz.
“Parad. Parad, por favor. Me vais a volver loco”, dijo él.

En ese momento entró su padre en la habitación “¿Con quién hablas?”, le preguntó. “No. Con nadie. Con nadie. Sólo pensaba en voz alta”. Luz y sombra se desvanecieron. Él se quedó absorto, mirando la pared. Una vez más, la solución quedaría aplazada.

miércoles, febrero 22, 2006

volvere...

Volveré alguna vez a estos mundos de espuma y látigos de rama a los que sometemos nuestras cabezas. Volveré, si quiera, a acallar el soplido de un Levante violento trastocando la escollera. Volveré para seguir, en el punto exacto en el que lo hubiera dejado, este pausado recuento de almendros sin flor. Y abriles, náufragos de barro, secándose a la luz de una nueva primavera. Abrigos de paja y animales, nómadas y abandonados, con miradas más humanas que la mayoría de los hombres. Volveré, exhausto de caminar, y conocer, y echar de menos. Una tarde, sobre el vaivén pausado de una ola, o una nube, o sobre el manto verde de cualquier litografía. Arañando de rodillas la tierra mojada, extendiéndola por mi cara, a ciegas, recordaré el sabor de un hogar deshabitado. O habitado quizá por gente vacía y, por tanto, vacío, desangelado, absolutamente miserable en el cómputo de ilusiones. Y entonces ya no seré yo, ni ellos serán ya ellos. Seremos la suma de las agujas del reloj. Unas más veloces y otras más firmes. Unas rotas y otras nuevas que lleguen para sustituirlas. Y caminaré, lento y descalzo, por aquellas praderas en las que fui criado. Caminaré, hiriéndome en la dureza del cemento decretado, mirando al suelo, triste en el recuerdo de higos, helechos y flores borrados del lienzo inestable de mi memoria. Volveré, ahogado en el gris que habrá amalgamado azules, y verdes, rojos y amarillos. Y el verde del mar será gris, como gris será el rojo del cielo previo al temblar de Tramontana. Y grises los campos y las casas. Y grises los hombres, enfermos de ciudad. Entonces, puede que sin rechistar acepte mi gris destino. Pero hoy aun no. Hoy no. De ninguna manera.

leve sonrisa...

Una sonrisa. Una simple y llana sonrisa, más mueca que carcajada. Sin florituras ni aspavientos ni exagerados regodeos. Una pequeña sonrisa puede derribar las barreras de todo inepto irritado e irritante. De hecho, es la sonrisa el único escudo que puede infaliblemente desarmarlos. No servirá la ira, ni el insulto, ni el elevado volumen del timbre de voz. No. Al contrario. Eso es precisamente lo que esperan. En esas lindes será difícil encararlos pues son los argumentos en los que se mueven ellos como peces en el agua. En cambio, una leve sonrisa, un guiño de bienestar, ironía y compasión, les hará perder aun más los estribos y ser, como es siempre el que lucha sin contrincante, el único derrotado. Debemos enarbolar la bandera de esta táctica tan dolorosa para ellos como gratificante y sencilla para nosotros. Debemos sazonar sus constantes ataques de rabia con nuestras constantes semillas de la sutil indiferencia. Un gesto impasible, que no alteraremos ante su retahíla de blasfemias, gritos y movimientos ostentosos. Y en ese gesto, dibujada, una sonrisa suave, de las que casi no se ven sino se intuyen entre la apertura específica de los ojos, la comisura de los labios y el arqueo de los mofletes tras una ligera elevación de los zigomas. Vamos, como si estuviéramos en un concierto de reggae pero con los ojos un poco más abiertos. Así, imperturbables, observaremos atentos su reacción: irán subiendo aun más el tono de voz, adquirirán un aspecto violento, la cara se les hinchará y sonrojará, al igual que las yugulares, y notaremos cómo les va faltando el aire. En casos extremos podremos incluso apostar por la gran estocada. La gran estocada, en diferentes versiones prácticamente igual de efectivas, supondrá el KO definitivo, la plácida humillación transformada en arte. Ésta, la gran estocada, requiere mantener el gesto que hemos establecido como correcto e imperturbable durante lo que dure su porcina interpelación para después acompañarlo de una frase. Una frase sencilla y directa del tipo: “Perdón, ¿puedes hablar más despacio?, no he entendido nada” o “¿Hablas conmigo?” o “¿Por qué no vuelves cuando estés más tranquilito?”. Pero, ojo! La gran estocada puede provocar una reacción sumamente enérgica ante la que debemos estar prevenidos.

En fin, este es el sistema recomendado. Una leve e irónica sonrisa será, por sí sola, la mejor manera de controlar a los exaltados, a los incompetentes y a los autoproclamados infalibles. A esos que utilizan su fuerza para protegerse pues saben que sabemos que son unos cafres e ineptos, y eso es algo que no pueden soportar.

cartas bajo las piedras...

Bajo las piedras del desierto, se repartían escorpiones y cartas de amor. Dependía de la suerte, y de la intuición, toparse con una u otra sorpresa. Si tocaba carta, eras afortunado. Te arroparías entre las dunas para leerla con comodidad, saborearías cada una de aquellas palabras escogidas con mimo para despertar el entusiasmo tus sentidos. Y, además, entre sus líneas, de ser perspicaz, hallarías la forma de escapar de aquella árida llanura. Un mensaje encriptado que sólo una lectura sincera y entregada de aquellos párrafos te permitiría descubrir. Para los corazones puros, sería tarea sencilla. En cambio, si tocaba escorpión, debías ser veloz al retirar la mano. El escorpión negro tardaba menos de un segundo en picar, y aunque el ataque no solía ser mortal, sí podría llegar a serlo de no encontrar un médico a tiempo. En primer lugar, se sentía un intenso dolor en el punto afectado. Acto seguido, la zona sufría una importante hinchazón. Y poco después aparecía los efectos generales. Éstos eran los realmente peligrosos; temblores, vértigo, dolor de cabeza, sudoración, hipo y alteraciones respiratorias. Enfermo y sin pistas, el desafortunado debería buscar por sí solo una pronta salida del desierto. Muchos murieron en el intento, víctimas de la deshidratación o de un inoportuno paro cardíaco. Desde el centro de control, nunca entendimos que se les dejara morir, allí, varios metros por encima de nuestras cabezas. Pero así era el juego. Los organizadores mantenían que participar era voluntario y, por tanto, no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Entonces, ¿por qué participaban aquellas personas?, arriesgando sus ilusiones y su futuro. Lo hacían por las cartas. El efecto de las cartas sobre los que habían regresado era lo que cautivaba a tanta gente. Según decían, las cartas eran de una intensidad tan conmovedora que cambiaba la perspectiva de todo aquél que las leyeran. Y era cierto. En sus caras podías ver que se convertían en personas diferentes, dotadas de luz, y paz, y una envidiable armonía. Eso era lo que todos perseguían; la promesa de cambiar, de ser feliz, así, de la noche a la mañana. Venía a ser como aquellos programas antiguos que ofrecían fama o enormes sumas de dinero. Pero todos sabían que ni la notoriedad ni el capital garantizaban la felicidad. En cambio, las cartas sí. Las cartas eran infalibles. Un antídoto contra todo aquello que tortura nuestras almas. Algunos, justo después de leer aquellas cuartillas, cerraban los ojos y caminaban directos hacía uno de los nueve túneles de salida camuflados en la arena. Era como si algo en su interior los guiara. Los médicos, la prensa, todos en general, interrogábamos a los afortunados sobre los mecanismos sicológicos que podían provocar semejante fenómeno. Pero ellos no sabían qué responder. Nadie recordaba ni una sola palabra de aquellas cartas.
Cuando cesaron las ayudas y el programa fue desmantelado, las cartas se destruyeron. Hubo innumerables peticiones, presiones políticas y elevadísimas ofertas económicas para hacerse con ellas. Pero los organizadores las incineraron allí mismo, ante nuestra atónita mirada. Dijeron que eso también era parte del juego. Muerto el juego, muertas las cartas. Así lo entendían ellos. Para poder cambiar, había que arriesgarse.

ciego de mirar la luna...

Se quedó ciego de tanto mirar la luna. Por idiota y confiado. El sol, orgulloso y dañino, no nos permite adorarlo ni un solo instante. Ataca, y así nos retiramos. La luna, en cambio, nos invita a admirarla, coqueta y traicionera. Y en la comodidad de sus curvas tatuadas en el cielo, nos quema lenta e imperceptiblemente la retina. El sol es caballero aguerrido e impetuoso. La luna es dama silenciosa y vengativa. Por eso ella eligió la noche, y él, el día. Por eso él eligió ser la estrella que brillara con luz propia sobre todos los hombres. Y ella, el satélite, el espejo diminuto que captara luz ajena y la proyectara a su antojo. Por eso, él eligió iluminarnos. Y ella, cautivarnos, desde las brumas y puntos de un tapiz ennegrecido. Él quiso la claridad. Y ella quiso la sombra, para así aparecer o esconderse, según creyera oportuno.

martes, febrero 14, 2006

Astra...

En Astra, a siete años luz de la Galaxia de Bilos, cada 14 de febrero se ejecutaba a los enamorados. Éstos eran, según las clases dirigentes, un lastre para la sociedad trabajadora impuesta en el planeta. El enamorado, según la Teoría de Mint, era un ser inestable, con constantes altibajos y con tendencia a la distracción. Sin duda, un problema para cualquiera de las fabricas de producción masiva que poblaban el enorme asteroide. Para llegar a Astra, todos firmaban el Documento Estable, en el que se comprometían a no involucrarse sentimentalmente con ninguna otra persona durante su estancia en Astra, la Gran Ciudad Productiva. La ley era tajante; el que incumpliera su juramento, sería ejecutado. Cada 14 de febrero, los presos y presas de Hult, la cárcel flotante, eran expuestos y desintegrados públicamente, sirviendo así de aviso y escarmiento a los que se plantearan saltarse las normas. La política del planeta había sido puesta en tela de juicio por más de media docena de galaxias vecinas, que organizaban marchas y manifestaciones en torno a la inmensa bola blanca que dibujaba aquel polígono espacial. Pero aun así, los gobernantes de Astra lo tenían claro. En su manifiesto anual del 14 de febrero, justo antes de las ejecuciones repetían; “No obligamos a nadie a venir aquí. Ofrecemos unos sueldos cinco veces superiores a los del resto del sistema Nimos y tan sólo exigimos una obligación a cambio, sólo una”. Quien llegaba a Astra firmaba un contrato de tres años y, de desearlo, podría prolongarlo trienio a trienio mediante una revisión del pacto con los Supremos Capataces. Pasados los tres años, cualquiera podía rescindir su acuerdo y marcharse del planeta, habiendo ganado una importante suma de dinero. Pero los que se quedaban, aceptaban renunciar a la influencia del amor. Aunque no lo parezca, era sencillo detectar a los infractores. Los Polígrafos se repartían, ocultos y camuflados, por todo el planeta. Realizaban constantes analíticas de todos los ciudadanos y, cuando uno resultaba sospechoso, se le sometía a un severo seguimiento. Y siempre se les cogía. En ese momento, ya no servía ninguna excusa o alegato. Habían incumplido el pacto y eran inmediatamente enviados a Hult y sustituidos por alguno de los miles de aspirantes que habían superado las pruebas para llegar al planeta. Mediante esta política, Astra se convirtió en la mayor y más eficiente productora del universo conocido. Un sistema cruel, sí, pero justo al fin y al cabo.

lunes, febrero 13, 2006

las torturas...

Las torturas forman parte de cualquier guerra. Sí. No debemos engañarnos. Cuando aceptamos la realidad de la guerra, debemos aceptar sus efectos colaterales, es decir, muertes civiles, objetivos equivocados, muerte de inocentes y torturas a mayor o menor escala. El resto, es absurda y absoluta demagogia. Las guerras son repugnantes, y las tácticas empleadas en las mismas, también lo son. Por ello, resulta patético que los mismos dirigentes que declaran la guerra y envían a miles de soldados a ella, después hagan el paripé de poner el grito en el cielo cuando a sus muchachos se les va la mano. Porque para eso, precisamente, los han enviado allí; para hacer la guerra, para matar, torturar y conquistar. Desde luego, no se envían soldados a repartir caramelos, ni a jugar a la brisca, ni a aprender idiomas. Ataviados con cientos de armas y juguetes bélicos, se les envía a matar, vencer y volver a casa como héroes. Y, desde luego, la inmensa mayoría de ellos utiliza tácticas repulsivas como las que hemos visto este fin de semana. Sus dirigentes lo saben y lo aceptan. Lo saben y lo aceptarán mientras no se haga público. En ese instante, cuando los pillen con las manos en la masa, renegarán de ellos, como Pedro renegó públicamente de Jesús. Los mismos que los han adiestrado para torturar y matar, los abandonarán, precisamente, por hacer su vergonzoso trabajo. Renegarán de ellos e incluso los castigarán para salvaguardar su imagen y convertirse en adalides de la democracia y la justicia. Y lo peor es que les creemos. Les creemos cuando ponen cara de “¡Por Dios!, esto es inaceptable”. Les creemos cuando dicen que no comparten estos métodos. Y nos están mintiendo, apoyados en la ignorancia de nuestros votos.
Si no mintieran, empezarían a hablarnos de cientos de fosas comunes no mediatizadas. Nos contarían cuánta electricidad descargan las jaulas de Guantánamo. Nos ofrecerían un mapa detallado con las cárceles ilegales de Polonia y Rumania, y un manual sobre los métodos de tortura que en ellas se emplean.
Por ello, me da asco ver las imágenes de ocho soldados británicos apalizando a tres jóvenes irakies detrás de un muro. Pero aun más asco, mucho más asco, me da escuchar a los líderes de esos ocho soldados diciendo que es inaceptable. Vuestra política sí que es inaceptable. Y nadie os juzgará por ella. Nunca.

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La disciplina consiste en que un imbécil ejecute las órdenes de otro más inteligente.

Jacinto Benavente

viernes, febrero 10, 2006

murieron primero...

Si no hubiera hecho tanto frío, no habría hecho falta encender aquella hoguera para calentarnos. Y si no hubiéramos encendido aquella hoguera, probablemente las criaturas no nos hubieran localizado. La columna de humo se dibujaba en el cielo diáfano tras la puesta de sol, como una señal de neón que indicaba con precisa claridad nuestra posición en el bosque. Supongo que el miedo es algo inherente a la unión de oscuridad y lugar desconocido. Pero aun así, no teníamos miedo. El día había sido intenso, la caminata nos había dejado los pies entumecidos y el cuerpo exhausto. Tras la cena bebimos y charlamos, alrededor del fuego, repitiendo anécdotas de esas que se exageran un poco más en cada nueva narración. Habíamos enfrentado las tres tiendas de campaña creando una especie de círculo de carromatos como los de las películas del oeste. He oído que a ellos les sirve para protegerse. A nosotros, en cambio, no nos sirvió de nada.

Todo comenzó hacia las dos de la mañana. Los que tuvieron suerte, murieron primero.

martes, febrero 07, 2006

diario...

Domingo 19 de abril

Esta mañana, al mirarme en el espejo, he visto la imagen de alguien que no conocía. Me he asustado. Era como exponerme a la mirada de otro. Una mirada dura y desangelada. No tengo muy claro lo que ha sucedido. Esperaré a ver cómo evolucionan los hechos, si es que evolucionan.

Lunes 20 de abril

No lo comprendo. Ponga el canal que ponga, la televisión no deja de escupir mensajes que relaciono con mi situación actual. Estoy empezando a agobiarme. He optado por guardar la tele en el armario. Sí. Aislarme un tiempo será lo mejor.

Martes 21 de abril

Al ir a hacer la compra, he notado como todo el mundo me miraba. Todos se fijaban en mí, como si me pasara algo o tuviera algo extraño. Me he sentido mal. He comprado pan para una semana. Creo que será mejor que no salga de casa.

Miércoles 22 de abril

Esto se me está yendo de las manos. Esta tarde he recibido una llamada de alguien que preguntaba por otro. Ha dicho que se había equivocado y ha colgado. No creo que esto sea una simple coincidencia. Algo está pasando y no soy capaz de saber qué es. He arrancado el cable del teléfono. Por ahora, no me molestarán más.

Jueves 22 de abril

Hoy he visto una sombra acercarse hasta mi portal. Me he escondido tras la columna para que no me vieran. He esperado a que se fueran. No han llamado pero han dejado algo en mi buzón. No he querido ni mirarlo. He prendido fuego al buzón. No voy a ponérselo tan fácil. No soy tan tonto como creen.

Viernes 23 de abril

Al prepararme la comida, he recordado cómo me miraba el carnicero el martes. Me da mala espina. Creo que pueden estar intentando envenenarme. Está claro que no puedo confiar en nadie. He decidido deshacerme de todo lo que compré. Subsistiré unos días como pueda, hasta que todo haya pasado.

Sábado 24 de abril

No puedo creerlo. Hoy ha pasado un avión a gran altura sobre mi tejado. No recuerdo que jamás hubiera sucedido. No se qué o quienes pero me están acorralando. Pero no me cogerán. Juro que no me cogerán.

Domingo 25 de abril

Puede que el hambre me haga ver visiones. He sentido como si alguien rondara por mi jardín. Creo que ya han logrado entrar. Disfrazados de pájaros, insectos o plantas, ya están aquí. Pero será tarde para ellos. He rociado toda la casa con gasolina, al igual que mi ropa. En unos minutos empezará el espectáculo. Si de verdad quieren atraparme, que entren. Se creen muy listos. Vaya sorpresa se van a llevar. Sí. Creo que es el momento de encender ese último cigarrillo.

lunes, febrero 06, 2006

la mina...

Los primeros ruidos extraños aparecieron en plena noche. Un rápido análisis de la situación situaba su procedencia justo bajo su cama. Durante semanas, se fueron repitiendo hasta convertirse en una obsesión. No podía dormir, pasaba las noches ensimismado en aquel insólito martilleo intentando adivinar qué podría producirlo. Así llegó a aquella conclusión; una mina. Seguro. En algún lugar cercano, debía existir una mina de carbón y una de sus galerías se habría extendido hasta ir a parar bajo su casa. Eso explicaría aquellos sonidos. Pensó que, de algún modo, si aquella materia se encontraba bajo el suelo de su propiedad, era de su propiedad y, por tanto, debía exigir algún tipo de compensación por ella y por las molestias ocasionadas. Se informó sin éxito. Las autoridades negaron la existencia de minas ya no en la zona si no en toda la isla. Un claro caso de ocultación, dedujo. ¿O no? Si la administración realmente no sabía nada del asunto puede que la explicación fuera aun más extraña y enrevesada de lo que había pensado en un primer momento. Las hipótesis se sucedían en su cabeza como expulsadas calientes en una máquina de palomitas. Sin duda, tres meses sin dormir ayudaban a pensar con más claridad y a buscar más allá de las simples apariencias. Ya lo tenía. Si existía una mina bajo su casa (eso era obvio) y las autoridades humanas no sabían nada, la naturaleza de aquella explotación no debía ser de naturaleza humana. Escuchando con más detenimiento, certificó que el sonido de aquellas máquinas distaba mucho de los sonidos familiares de la industria conocida. Sí. Eran, sin duda, extraterrestres los que explotaban aquel yacimiento con misteriosa nocturnidad. Pero ¿por qué? ¿Para qué querrían carbón los alienígenas si seguramente contaban con más y mejores sistemas de combustión. A no ser que… Claro! ¿Cómo no lo había imaginado? No era carbón lo que se extraía de debajo de los cimientos de su casa. Eran diamantes, piedras preciosas. Sí! Las bolsas de los ojos le rozaban ya la barbilla y los primeros brotes esquizoides le hacían desconfiar hasta de las toallas cuando por fin llegó a su conclusión absoluta. Los extraterrestres extraían diamantes de la tierra puesto que en sus planetas carecían de ellos. Sin lugar a dudas, las mujeres extraterrestres estaban cansadas de contemplar, a través de las televisiones por satélite que, obviamente, interceptaban, aquellos preciosos ornamentos que lucían las humanas. Se habían puesto celosas. Imaginad lo que debe ser una marciana furiosa presa de un ataque de envidia, con sus poderes, rayos láser y fuerza descomunal. Por eso habían venido, para que sus compañeras pudieran lucir aquellas joyas envidiables que contemplaban en las reposiciones de Falcon Crest y Dallas. Cuando hubo resuelto el enigma, de repente, se tranquilizó y volvió a dormir con la facilidad de antaño. De hecho, aquellos sonidos se redujeron e incluso comenzaron a funcionar como una dulce canción de cuna. Decidió no hacer a nadie partícipe de su descubrimiento. Si se enteraban, actuarían en contra de nuestros distinguidos visitantes y los meterían en un lío. Ellos sólo lo hacían para contentar a sus mujeres y aquello era sin lugar a dudas una causa tan noble como conmovedora. Los donjuanes del universo habían ido a parar bajo su cama para mejorar su coexistencia con las dulces damas verdes que poblarían sus calles. Y aquello, para él, no podía más que ser un motivo de orgullo.

viernes, febrero 03, 2006

me enferma...

Me enferma la fragilidad con la que encaramos ciertas cosas. Casualmente, las que más importan. Me enferma la decadencia en el quererse de aquellos que más quiero. Lo efímero de los juramentos eternos y la carcoma que genera la ternura caducada. Me enferma la crueldad de los destinos encontrados, tan necesarios como insoportables. Me doblego ante la razón de la lógica inquebrantable. Y miro por la ventana, como si al hacerlo escapara por ella con la facilidad de este humo, hoy prohibido. A veces siento que todo parece un constante goteo de cápsulas de amargura que algo o alguien se encarga de introducir, una a una, en nuestra garganta. Motas de polvo que se enquistan y carraspean por más agua que traguemos. No es la vida ya que ésta, en sí, resulta gratificante. Es una parte de los procesos indivisibles que la forman. Me enferma el llanto de quien es fuerte pero ante lo agrio del amor se debilita. Se debilita tanto que pierde la noción. Que olvida que hay otras vidas en las que sufrir no es un deber inalienable. Me enferma no poder decir las cosas que debo, porque pienso que no debo, que no es, al fin y al cabo, mi problema. Me enferma esta neutralidad forzada, esta política de correcciones que nos vuelve insensibles. Y vuelvo a entrar por la ventana, apartando las polvorientas cortinas que circundan esta cárcel abierta. Todo sigue igual. Cerramos los ojos para poder cambiar, y los abrimos para poder ver. Para poder ver que nada ha cambiado. Es sólo lo negativo, que ni mucho menos es todo. Pero es suficiente como para hacer que lo positivo mengue y se infravalore. Miro a los que sienten lo mismo. Y me invade lo imperdonable que resulta claudicar, asumir y seguir engrosando nuestras cansadas tragaderas. Me enferma no poder cambiar las cosas. Saber que seguiré, día tras día, secando las lágrimas que brotan de la horma de lo que soy. Que seguiré secándolas pero que no conseguiré que dejen de brotar.