siempre hay algo que contar...

martes, enero 31, 2006

pluma de becada...

La pintó color pastel, perfilando su figura con alfileres y pluma de becada, como los grandes maestros. Difuminó la sinuosidad de sus espacios malditos, aquellos en los que guardaba su arsenal de primaveras. Corazón, torso y cabello, disipados hasta perderse en el blanco del tapiz. La mimó con la manos, moldeando su hermosura más allá incluso de la abultada imaginación del retratista novel. La creó perfecta, tal y como la había soñado. Y después de haberla creado, decidió que sólo la amaría a ella. Así, durante toda su vida, amó a alguien que no existía. A alguien que jamás podría abandonarle.

miércoles, enero 25, 2006

la gente mediocre...

La gente mediocre no sabe estar sola. Necesitan constantemente de otros al lado para que refuercen su sensación de pertenencia a algo. Por eso no entienden que viajes solo, que comas solo o que vayas al cine solo. “Pobre”, piensan, mientras esgrimen una de aquellas miradas lastimeras que enjuician sin pararse a valorar. “Pobres vosotros”, piensa en cambio el solitario. “Pobres de vosotros que sufriréis sin remedio el día que la soledad os haga compañía. Un día que, lo deseéis o no, os garantizo que llegará” Al fin y al cabo, la soledad es el único patrimonio estable del ser humano. Una inmensa soledad salpicada de momentos, más o menos prolongados, de grata compañía. Hay que amar la compañía, y hay que amar la soledad, aclimatarse a ella, sentirla como deleite y no como tortura. Es, la soledad, el sutil cohabitar con uno mismo, lejos de estímulos incontrolables, lejos de pautas ajenas y lejos de perdidas inesperadas. El que adora la soledad, adora la compañía pues la toma como el perfecto regalo de un complemento voluntario. El que teme a la soledad, el que no la acepta, sufrirá también en el oasis de la compañía. Sufrirá constantemente pues el miedo al fin de la misma, el miedo al aislamiento, le hará recelar y actuar como quien protege un tesoro y no como quien lo disfruta. Y hay una gran diferencia. La obligación de compañía le hará torpe y avaricioso, sumamente inseguro y peligrosamente vulnerable. Así, en conjunto, le hará mediocre. Pasto de la mediocridad que supone hipotecar toda supervivencia, toda estabilidad, toda placidez, a la realidad de otros sobre cuyas decisiones, reacciones y fantasías no siempre tendremos la potestad que tenemos sobre las propias. Nadie puede escapar a su individualidad. Partiendo de aquí, sólo el individuo que asuma esta afirmación en su global y lógica simpleza, será libre del tormento constante que supone el miedo a alargar la mano y no tener a nadie a nuestro alcance. Somos nuestro castillo; rodeado de campos, y ríos y bosques que le dan sentido. Pero nosotros, al fin y al cabo, somos nuestro castillo, nuestra completa fortaleza, y no sólo un pilar renqueante del mismo que no puede sustentarse sin pilares que lo circunden. Los demás son un magnífico complemento a nuestra existencia individual. Un magnífico complemento, reconfortante, pero no imprescindible.

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“La soledad es patrimonio de todas las almas extraordinarias”
Arthur Shopenhauer

martes, enero 24, 2006

llevame hasta ella...

La vi marcharse, reflejándose en el anverso de los semáforos, como las palabras que cabalgan, y rebotan, y patinan, en las franjas brillantes de los pasos de cebra. Tuve tiempo de despedirme de su espalda, del hueso que surgía sutil de su cuello y del sonido breve de sus pequeños tacones. Menguaba, disipada entre humo y autobuses públicos sonrojados por lo inoportuno de su circular. No se si dobló la esquina o duplicó la distancia hasta evaporarse en un horizonte sumamente cuadriculado. Seguí caminando, sin caminar, y respirando sin respirar, mecido por las corrientes curvas de los adoquines. Pensé en seguirla, en ocultarme agazapado tras las cortinas de su sombra. Pensé en detenerla, en informarla de lo improbable de una devoción similar. Pero sólo reuní valor para derrumbarme. Se hizo de noche y me senté en el trono urbano y sucio de un portal. Los gatos tomaron la calle maullando en burlas su nombre por las aceras. “¿Qué hacéis?”, les dije. “No tenéis ni idea”. Se fueron acercando, entre la curiosidad y la amenaza. “¿Qué haríais vosotros si os quitaran la luna? ¿Qué haríais sin agua? ¿Qué haríais sin tejados? Malditas alimañas, ¿qué haríais vosotros si os quedarais sin nada?” Entonces lloré. Lloré el rocío acumulado durante todas las mañanas de mi vida. Lloré sangre, y sal, y minúsculos diamantes, y el miedo negro y líquido de la desolación. Lloré hasta que ya no veía nada. Ellos me rodearon. Lamieron mis lágrimas y limpiaron mis ojos y mi cara. “Espera aquí”, me dijeron. Y se marcharon, veloces, en todas direcciones. Vi como rastreaban, como recorrían cada rincón de mi entonces absurda ciudad. Vi como hablaban entre ellos, como corrían, como volaban sobre los sombreros de las casas inertes. A lo lejos, vi a uno, negro y pequeño, galopando hacia mi como si en ello le fuera la vida. Llegó exhausto. Se acercó, trepó por mi regazo y pegó su frente contra la mía. Entonces sucedió. En sus ojos, a través de sus sesgadas pupilas, pude verla con claridad. Estaba dormida. Él la había encontrado, la había registrado en su mirada y me la había traído. Tomé a aquel diminuto felino entre los brazos, lo abracé, lo besé, le di las gracias y le pedí un último favor; “Llévame hasta ella”.

lunes, enero 23, 2006

eleccion...

La elección fue demasiado complicada. Al final, eligió haber elegido elegir otra cosa. Así, sin más. Como si al haber elegido elegir lo no elegido, de repente, lo estuviera eligiendo. Como si así justificara y anulara su, según él, errónea elección. Si es que, al final, uno no siempre elige bien del todo. Y algunos, los que eligen por elegir, suelen, por costumbre, elegir mal. Un problema de fe, sin duda. El que cree ciegamente en que ha elegido lo correcto, ese, ha elegido lo correcto, más allá del mayor o menor baremo que decante sus elecciones. Un problema de confianza. El que confía en si mismo, confía en sus elecciones. El que no, no. Por ello, éste último, siempre piensa que ha elegido elegir lo que no debía. Y sufre. Y se atormenta por su elección. Y lo peor es que igualmente se atormentaría de haber elegido lo no elegido. De ser así, pensaría de igual modo que la elección elegida no era la mejor elección. Y que de haber elegido lo que aun habiendo elegido elegir antes, sin éxito y con disgusto, habría elegido bien y sería feliz. Así, eligiera lo que eligiera, elegiría mal. Es ese el drama de la falta de confianza. Cada elección es, por sí misma, un potencial error en la cadena de no saber elegir elegir bien. Cada elección, una suma mal formulada y, como tal, imposible de resolver. Esa es la condena de la eterna elección equivocada.
Por otro lado, como ya hemos mencionado, el que elige confiar en cada elección. El que apuesta por elegir elegir bien. El que elige dejarse la piel por cada elección elegida, aparcando aquello que ha elegido no elegir y cerrando la puerta al martilleo de la elección constante y agotadora. Ese, camina por la vida seguro de cada paso que da. Camina brillante en la convicción de todas sus elecciones, correctas o erróneas. Pero, de algún modo ¿qué hay correcto o erróneo excepto en las obviedades? Nada. No hay nada tras la mayoría de nuestras elecciones que dicte con objetividad porcentajes de éxito o fracaso de las mismas. Sólo nosotros somos capaces de valorar lo correcto de nuestras elecciones. Y sólo nosotros somos capaces de encerrarnos en la mísera incongruencia de siempre elegir elegir lo que no debimos elegir, elijamos lo que elijamos. Por ello, toda elección debe digerirse como fruto fugaz o madurado, motivado por trasfondos vitales o ilusiones momentáneas, dotado del crédito de toda circunstancia, de todo impulso, de toda incidencia de aquello que rodea o rodeó nuestro preciso elegir. Toda elección pertenece al abrigo del instante exacto en el que elegimos elegir. Y, por tanto, toda elección es correcta.

miércoles, enero 18, 2006

los chicos tristes...

Los chicos tristes bailan cuando nadie los mira. Ríen a solas y sin motivos que justifiquen su risa. Es una válvula de escape. Ríen, a veces, como a veces salen las ballenas a la superficie. Para tomar aire. Para seguir vivos. Lo hacen por inercia, como por inercia nos cubrimos cuando alguien nos golpea. Es un acto reflejo. Reflejo de su angustia y reflejo de su soledad. Los chicos tristes hablan poco pero, aun sin hablar, dicen mucho. Dicen mucho sus ojos en perpetua lejanía, como si en todo horizonte inalcanzable existiera un lugar mejor. Dicen mucho sus gestos, tímidos y contraídos, en guardia constante, a la defensiva ante lo nocivo de la mayoría de estímulos externos. Piensa tanto en lo que van a decir, que no dicen nada. Los chicos tristes lloran, en abundancia, aunque no suelten lágrima alguna. Lloran por dentro, conscientes de su inmenso tormento, hasta que se les encharca el corazón. Y es complicado vivir con el corazón encharcado. Ellos lo saben, pero no pueden evitarlo. Los chicos tristes se alegran, en contadas ocasiones. Y cuando se alegran, se alegran de no estar tristes. No le exigen más a su existencia. No aspiran a más que a esas pequeñas píldoras de tiempo exentas de sufrimiento. Con eso les basta para saber que, aunque su percepción sea tan esporádica que aterra, también existen para ellos esos gratificantes rayitos de luz, de paz, de tregua y concordia con uno mismo. Los chicos tristes no han elegido su triste naturaleza. Pero la aceptan. La aceptan porque, al fin y al cabo, es la única que tienen.
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"En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo”
Franz Kafka

martes, enero 17, 2006

alpargata post-it...

La iniciación al absurdo era sencilla. Bastaba con empezar eligiendo dos conceptos que aparentemente no tuvieran nada en común. No tenían porque ser ambos sustantivos. Podían utilizarse adverbios, adjetivos, verbos y todo el inagotable espectro de vocablos que habitaran en el neocortex de uno. Tomemos, por ejemplo: “post-it” y “alpargata”. Acto seguido, se establecía el nombre del concepto a definir mediante la una unión de ambos conceptos que nos viniera en gana. Tomemos, sencillamente, “Alpargata post-it”. Bien. Ya tenemos concepto! La tarea pesada comenzaba ahora. Debíamos dar vida a nuestro concepto; definirlo, ubicarlo, inventar para él todo un mundo que le diera su sano sinsentido. Buscaríamos una época y un personaje que dotaran de rigor nuestra exposición. Y un final, sin claro desenlace, que haga referencia a la actualidad. Todo ello, como siempre, utilizando el absurdo como guía y doctrina. Cuanto más absurdo, inverosímil, irreal y divertido, tanto mejor. Una posible historia sería:

Tras las Guerras Cuánticas, allá por el quinto lustro del Futuro Imperfecto (trabajaré, comeré, viviré), no era poca la animadversión que se sentía hacia las Ciudades Volquete (cena, duerme y vete). El fanatismo por la moda había hecho estragos entre la población. Todos eran pijos, chics y metrosexuales confesos. Fue en estas latitudes que surgió la figura de Ruth Ina, una joven oficinista Cansina (de Cansas) que iba a cambiar, sin saberlo, el rumbo del mundo. Una mañana, aburrida como los que esperan OVNIS en invierno, se descalzó y colocó sus pinreles desnudos sobre la mesa. Fue en estas que uno de los post-its que pululaban por su insulsa zona de trabajo fue a quedarse adherido a la planta de su pie izquierdo. Lo que hubiera pasado desapercibido para hombres y gominolas, tomó sentido cuando su jefe entró bruscamente en la oficina. Al bajar los pies de sopetón, nuestra amiga descubrió que el pie con el post-it estaba más cómodo y tenía menos frío que el otro. Así, comenzó a colocarse aquellos papelitos amarillos en los pies para andar por la oficina. Un buen día, confortable en sus zonas más bajas, se olvidó de ponerse los zapatos y salió a la calle. Fue allí que un calzatalentos del mundo de la moda quedó asombrado al verla. Era el súmum del diseño, del minimalismo, de lo conceptual y estético. Era lo más, vaya. En pocos meses, Ruth era un ídolo para la sociedad consumista de tijera y encaje. Sus denominadas AP (Alpargatas post-it) desfilaron con flamante éxito en las mejores pasarelas del universo: Nueva York, París, Pozuelo, Mercurio (en salud)… Con la patente de su invento amasó y amasó montañas de dinero, ante la cara de gilipollas que se les quedó a los de la casa post-it que perdían un juicio tras otro en sus lógicas denuncias. Si es que los jueces, la prensa, todos estaban encantados. Ruth Ina había traído un nuevo aire de frescor al mundo. Durante un tiempo, las AP coparon todos los mercados del calzado. La tía venga sacar colecciones, y líneas y modelos (según la gama de tamaños que ofrecían los de post-it, quienes seguían flipando) hasta que un día desapareció sin dejar rastro. Muchos comentan (to que explotan) que no supo digerir la fama. Pero la leyenda dice que en fechas recientes y en desiertos no muy lejanos, los clientes de varios centros de spa y thalasoterapia de una isla del Mediterráneo afirman que les han colocado post-its en los pies para andar por el complejo.

lunes, enero 16, 2006

el corcho...

Abro la puerta de la alcoba. Desconecto la maquinaria que procesa la razón. Dudo un instante y recoloco las chinchetas en el corcho por tamaños, después por colores y finalmente por morfología. Planas y de botón. Las planas engloban las planas planas y las ligeramente abombadas. Las de botón son las que cuentan con un taco cilíndrico como cabeza. Paso revista. Descubro, horrorizado, que hay doce chinchetas planas y tan sólo once de botón; y que hay ocho rojas, ocho verdes y tan sólo siete amarillas. Esto es un auténtico caos. Todo esto escapa a mi control. Desconcertado, arranco el corcho de la pared, lo despedazo y le prendo fuego. Veo cómo las once chinchetas de botón se retuercen y mueren. Igual suerte corren siete de las doce planas, aquellas cuyas cabezas lucían orgullosas su plástico recubrimiento. Sólo se salvan cinco, las cinco que son completamente metálicas. Decido recuperarlas. Las tomo con la mano, me quemo, cinco puntos incandescentes se escarifican en mi palma derecha. Ya siempre irán conmigo. He acercado demasiado los pies y mis suelas de goma han ardido, se han fundido y adherido al suelo. Tengo los pies fijados a las baldosas. No puedo moverme. El corcho sigue ardiendo. No puedo escapar. Intento quitarme los zapatos pero me quemo las manos. Fundidas las suelas, comienza a arder la fibra sintética. Arden los cordones. Arden los tobillos. No puedo hacer nada. Alargo el brazo intentando alcanzar el grifo de la pared. No llego. Arden los pantalones. Arden las rodillas. Arde la cintura. Estiro aun más el brazo. Toco algo. No sé qué es pero toco algo. Hay un botón. Lo acciono. Era el interruptor. Se enciende la luz. Despierto.

viernes, enero 13, 2006

grito...

Creo en el tiempo reciclable. Tomo la manta deshilachada de las tierras prometidas. Y cubro con ella cada minúsculo rincón de mi humilde paraíso. Asumo mi parte de culpa. Envío al aire mensajes sin esperanza ni itinerario. Veo cómo caen y se deslizan, absurdos, en las charcas heladas hasta quedar varados. Y sé que ahí morirán, solos, en su enmohecida botella. Extiendo los brazos. Dejo que todo lo que me rodea forme parte de mi. Observo el mundo en miniatura de las tierras flamencas, y el miedo en los ojos de aquellos que no comprenden. Siento el tremendo fragmentar de la materia. Pequeñas detonaciones en los puntos vitales. Como el constante desgarrar de las rocas en la escollera. Ya no os percibo. Ni parte viva ni parte latente. Ya no os distingo. Ya no hay faros entre la bruma. Y en macabra consecuencia, no se distinguen los abismos de este mundo de acantilados. Caer es tan común que el vértigo es permanente. Y veo del todo improbable encontrar la enredadera por la que remontar la pared. Acepto las manos y los labios cortados. Acepto la escarcha que florece en los vértices de todo tormento. Acepto mi destino aun sin compartirlo. Pero no acepto la inercia del silencio, la forma con la que lo supedita todo a la inexacta adivinanza. No acepto el silencio como punto de partida. Ni acepto el silencio como indigna represalia. Me revuelvo, oteo el lustroso barniz del horizonte y grito. Grito. Grito para que en algún lugar, algún día, alguien aprenda a escucharme.

martes, enero 10, 2006

concluyo...

Incluidos los dos que dedicó a las cortinas de la ducha, su obra en verso se reducía a seis poemas. Sin duda, una escasa aunque selecta antología para el mayor poeta que jamás había dado la calle Marqués del Soto. “La humedad se ondula” y “A chorro lento”, pertenecientes a la ya mencionada colección, pasaron casi desapercibidos entre sus mediocres congéneres. Nadie se detuvo ni un solo instante a paladear aquellos versos. Nadie apretó con vehemencia aquellas cuartillas contra su pecho. Nadie exhaló un solo suspiro pronunciando aquel solemne “La lluvia interior me conmueve, y tú me arropas. No sé si es agua o son lágrimas las gotas que se suicidan por los huecos de mi mirada”. El resto de su obra, los otros cuatro, versaba en torno a temas cotidianos, minucias para la burda percepción de una persona cualquiera pero diamantes en bruto ante la analítica mirada de nuestro incomprendido rapsoda. En “La alfombra gris” diseccionaba con sumo respeto la cruda realidad de los adoquines de su calle. Versos profundos, colmados de nostalgia e inquietud, capaces de ruborizar el más frío de los alientos. “Camino sobre la historia empedrada de toda ausencia pretérita. Aquella donde reposan las huellas que impregnaste al dimitir de nuestras noches comunes”. “Emisario del vacío” y “Soledad franqueada” constituían una segunda micro colección dedicada en este caso a la solemne figura del cartero. Tanto sentimiento y tanta miseria agrupados en palabras; “Ya jamás te detienes ante el umbral de mi casa. Ya no me colman misivas, ni historias, ni anhelos de los que un día estremecían mis manos al relieve tintado de algún recuerdo postal”.
Sin duda, aun admirando la calidad global de su obra, fue el sexto y último poema el único que sobrepasó las fronteras de aquel desconchado cuatro piso. De aquella media docena de muestrarios de estrofas, sólo uno mereció, aunque de forma póstuma, la atención de sus vecinos. En realidad, la de sus vecinos, la de la prensa y la de la policía local que fue quien encontró el poema junto a su cuerpo y su cuerpo junto a la bañera. “Y con esto concluyo” sí fue por fin publicado en diversos medios escritos de la ciudad, y recitado con pausas en las radios de mayor audiencia, y analizado en varios programas del prime-time televisivo. Muchos fueron los que al final conocieron a Pedro. Y lo que es más importante; muchos fueron los que al final conocieron su obra. Los que vieron su sensibilidad resquebrajada en alguna cafetería, en el sillón de la sala, en el metro o en su puesto de trabajo. Los que se encontraron de frente con la más dramática declaración jamás escrita. Los que contuvieron el aliento tras aquellas conmovedoras palabras.“A veces no distingo mi fin de mi procedencia. Y dudo de los desenlaces fruto del uso común. No acepto que siga el desgaste de estas manos encogidas. Ni que le acompañe la extenuación de esta mente ya cansada. No acepto que una mañana ya no pueda sonreír, ni desear, ni escribir. Y vague, desubicado, por los corredores del estorbo, el delirio y la insensatez. He visto los ojos marchitos de la hermana decrepitud. Sin miedo ni riesgo los he interrogado. Y me han dicho que en soledad todo trance se multiplica. No acepto no recordarme. Por ello, me llevo lo poco que queda de mi alma. Os dejo mi cuerpo. Yo ya no lo necesito”.

mutuo regalo...

Sólo pretendo generar tus emociones. Invierto el tiempo en conseguir arrancarte una sonrisa, o un sollozo, o una mueca trivial que te aisle por un instante. Dispongo en la mesa platos para que comas si te apetece. Para que bebas lo que quieras. Para que te sientes y hables si no tienes hambre. Abro y disecciono lo mejor y lo peor de cada rotación, tanto veraz y tanto mentira. Procuro sufrir para trasmitir sufrimiento. Y procuro reír para divulgar la risa. O soñar, dudar, temer, desear y amar. Intento recorrer lo vulgar y lo exquisito, lo natural y lo desconocido. Vivir vidas que no viviremos y enrolarnos en aventuras ojalá fascinantes. O hundirnos, ahogarnos, en la absoluta desgracia de todo desamparo. Intento rozar los umbrales de un dolor que esperemos nunca experimentar, y hacer equilibrio por los vértices de la más absoluta alegría. Pasear por épocas que nos han precedido, o asomarnos a aquellas que están por venir. Y a veces, sólo a veces, acercarnos con torpeza a los estilos reservados para los nombres sublimes. Acariciar tragedias o versos con el mayor coraje aunque con limitada fortuna. Darle valor, quizá demasiado, a toda existencia, hurgando en el quehacer de los mundos interiores. Aquellos mundos privados que nos estremecen y nos maltratan. Aquellos que dictaminan, cada mañana, el color de nuestro gesto. Poner una semilla, día a día, con la tremenda ilusión de que tú decidas hacerla germinar. Y así, convertir todo esto en un pequeño, sincero y mutuo regalo.

martes, enero 03, 2006

capitulamos...

Ya no había muchas cosas de las que preocuparse. En los ojos de la mayoría podía leerse que todo se había acabado y que todo estaba prácticamente perdido. Algunos ocultaban su miedo bebiendo y bailando a todas horas como si crearan así un velo irreal que encubriera la tragedia. Sobre todo Eva. Eva había superado los umbrales del miedo y entrado en un estado constante de delirio paranoico. Quizá la locura se le hubiera contagiado del propio Führer, quien sabiendo que los rusos estaban tomando Berlín decía aun estar convencido de ganar la guerra. Todos en el búnker sabíamos que era cuestión de horas. La mayoría decidió marcharse, probar suerte haciéndose pasar por civiles o intentar alcanzar alguna de las pocas fronteras que aun apoyaban al Reich. Los demás se quedaron, asumiendo su destino. Entre los que se quedaron estaban los Goebbles; Magda, Joseph y los niños. Magda tuvo la sangre fría de envenenar, uno por uno, a sus seis hijos. Después, como ya habían hecho Adolf y Eva, se quitaron la vida para que los incineraran antes de que los rusos asaltaran el búnker. El Führer murió convencido de que jamás nos rendiríamos y de que Himmler, que apoyó hasta el final la decisión de no abandonar Alemania, lo había traicionado. Pero ambas cosas fueron falsas. Himmler, que intentó sin éxito llegar a un acuerdo con los aliados, fue capturado por una patrulla británica cuando se dirigía de Fleshburg a Baviera, afeitado, rapado y disfrazado de gendarme. El gran sucesor, el mayor criminal de todos los tiempos, murió en su celda, tragándose una ampolla de cianuro potásico a las puertas de los juicios de Nuremberg. Y capitular, pues claro que capitulamos. Con Hitler muerto, no tenía sentido dejar que nos masacraran. El 8 de mayo de 1945, a las 23:01 entregamos Alemania.
Hoy, al pensar en todo lo que vivimos, no sé cómo debemos sentirnos. Aquello fue una especie de locura colectiva, una enfermedad que el Führer se encargó de implantar en nuestras cabezas. Fueron doce años en los que cambiamos el carácter del mundo y de las personas. ¿Si duele haber formado parte de todo aquello? Sí. Claro que duele. Pero duele ahora, no entonces. Entonces hacíamos lo que nos decían y nos parecía que hacíamos lo correcto. Al fin y al cabo, el pueblo nos había elegido. Todo pasó tan deprisa. ¿Si volvería a hacerlo? No lo sé. No lo sé. Teníamos grandes proyectos.

no me crees...

No me crees si te digo que lo más complicado son las horas que paso intentando encontrarme. Cuando el simple volar de un parpadeo me escorza y desestabiliza. Voy donde dictan mis pies. Y doy vueltas en círculos por miedo a volver a casa. Lo peor es cuando revoloteo entre las fotos de las que no me deshice jamás. Veo cómo caen sobre la mesa, encalladas como las velas que no convencen al viento. A veces aleteo deprisa, quemando fotogramas y paisajes endulzados. Y otras planeo, contemplando el reposo de las aguas estancadas. No tengo fe ni anhelo, no veo más allá de donde se achatan las sombras. He querido recordarme, como el agua liviana que escapó, tierra adentro, de sus sucios litorales. Y he dormido en los suburbios donde se baraja sin comodines. Ya ves. He caído en el encierro de la gente vacía, sin luz ni calendario. Y me he acomodado en las réplicas de la ciudad nociva. No lo sé. No sé cuánta autonomía le dieron a mi voz, ni cuánta convicción, ni cuánto miedo. Pero sé que sigo adelante, cauto, más o menos erguido. Sé que soy menos solemne que ayer, pero más sensato. Menos atento al caminar de genios y mediocres. Más unidad y menos conjunto, harto de flotar en mezclas que no me definen. Recuerdo el frío de las calles encharcadas. Recuerdo notas fugaces que daban brillo a las baldosas de este inmenso pasillo. Recuerdo el mar. Tengo miles de recuerdos, pero yo no estoy en ellos. Como si alguien se hubiera encargado de extirparme de cada paisaje. Como si nunca hubiera estado. Como si no mereciera estar. Así sucede. No me crees si te digo que me desvelo, que me voy difuminando, que me rompo en pedazos. No me crees. No me crees si te digo que sufro, básicamente, porque no encuentro el motivo que me hace sufrir.