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viernes, abril 27, 2007

Amok...

Los relatos épicos malayos del siglo XV nos hablan por primera vez del síndrome de Amok. Según ellos, como indica el Tratado de Psiquiatría de Freeman, los ataques de Amok eran considerados como reacciones naturales a la frustración, la provocación o la humillación. Hasta hace relativamente poco, el Amok era un fenómeno exclusivo de pueblos primitivos y cerrados en los que predominaba lo mágico y lo irracional. En la gestación de esta conducta, un sujeto tímido y apocado sufre una experiencia traumática cuyo lastre no consigue soportar. El individuo, solitario y acomplejado, da vueltas y vueltas en su cabeza examinando una precaria situación que no puede seguir padeciendo sin hacer nada al respecto. Todo su análisis deriva en una solución drástica: su única salida es un acto violento ya sea contra sí mismo o contra los demás. La rabia acumulada encuentra canalización en un plan y entonces, mientras ese plan siga en pie, la tensión desparece. A diferencia de otras conductas fruto de la locura, esta distorsión del juicio se enfoca de manera sistemática e inteligente. Su plan se convierte en el único alimento de su miedo y dolor, y a él se aferra. Lo prepara cuidadosamente, con toda serenidad y con todo detalle. Y esa preparación, ese vislumbrar una meta, lo mantiene calmado y aleja la agonía vivida hasta entonces. Por lo general, no hay vuelta atrás. Amok, la enfermedad, término que significa “lanzarse furiosamente a la batalla” fue descrito por los médicos coloniales ingleses en Malasia al observar en individuos de ciertas tribus este tipo de conductas. La también llamada “eclosión de rabia” provocaba que un individuo armado con un machete se lanzara a correr atacando, hiriendo o matando indiscriminadamente a todo ser vivo, hombre u animal, que se encontrara a su paso. Más tarde, el sujeto afirmaba haber sido poseído por el diablo y no recordar nada de lo sucedido. Trágicamente, en este cuadro sicótico, la selección de las víctimas suele tener poco o nada que ver con la causa original de la agonía. La violencia reprimida del ser humano hace acto de presencia y sus resultados son comúnmente devastadores.

Hoy en día, el fenómeno Amok se está instalando en sociedades y pueblos desarrollados, lo que conmueve y desorienta a los psiquiatras. Parece que paulatinamente se está desligando de la necesidad de un fenómeno cultural y se extiende esporádicamente entre individuos. Aun así, puede que las sociedades actuales teóricamente más avanzadas se estén convirtiendo en el perfecto caldo de cultivo de la enfermedad. Se trata de sociedades que basan el éxito individual en factores de bonanza económica y aceptación social. Sociedades cuyos valores alarmantemente superficiales están estableciendo cánones de exclusividad que apartan y rechazan sistemáticamente a un elevadísimo número de individuos. Estos individuos, los autoconsiderados perdedores sociales, son hoy en día los potenciales sufridores del síndrome de Amok.

Sujetos enfermos dentro de sociedades enfermas cuya genial solución al problema reside en armar a sus ciudadanos como protección ante los “locos”, sin saber que en parte están potenciando que cualquiera enferme y que el enfermo, armado, puede mañana volverse loco.

columpio...

El columpio se acerca y se aleja, se acerca y se aleje, enfocando y desenfocando desde un primer plano del chaval hasta un bodegón vacío de charcos y arena. Cada columpio tiene su charco y en él se deposita el reflejo de las miles de personas que se han balanceado. El sistema es rudimentario pero efectivo. Un pequeño asiento formado por cuatro barras de hierro planas y rectangulares unidas en sus extremos y dos cuerdas que las sujetan permitiéndoles oscilar. De ser primerizos hay que saber que la ubicación correcta para el inicio es situarse de pie dando la espalda al aparato. Un acercamiento distinto puede conllevar resultados grotescos y humillantes. Bien ubicado, el usuario, comúnmente un niño o un borracho, se sienta, se impulsa con las piernas hacia atrás y aumenta la velocidad ejerciendo presión con las manos en dirección contraria al avance de las cuerdas en tensión. Así se mece. A mayor velocidad, mayor altura. El peso también influye pero como los más pesados suelen ser también los que mayor impulso consiguen, las fuerzas se equilibran. Cada avance va acompañado de su correspondiente retroceso y ahí, supongo, reside la diversión. Una vez cansados, hay tres formas principales de abandonar un columpio, cada una con sus coyunturales ramificaciones. La primera, y obvia, reside en dejar de ejercer presión sobre las cuerdas. El balanceo remite lentamente hasta detener el artilugio y permitirnos bajar de él con la mayor dignidad. Recordad: este es el único sistema que garantiza el completo éxito de la operación. El segundo sistema, más brusco pero bastante fiable, consiste en modificar las dosis y los intervalos de la presión manual decelerando a nuestra voluntad el vaivén. Por ejemplo: cuando avanzamos hacia atrás casi paralelos al suelo, flexionamos con fuerza, en un movimiento rápido y seco, las cuerdas hacia delante rompiendo así la lógica evolución del trazado. En ese instante se corta el impulso destinado a la posterior parábola de subida y el columpio aminora. ¡Ojo! Este sistema, mal calculado, puede provocar no sólo una modificación de la velocidad sino también del trazado. El asiento puede proyectarse lateralmente con el peligro de impactar contra las barras metálicas que sujetan el engranaje o contra el asiento colindante y su ocupante en caso de haberlos. La tercera modalidad y sin duda la más singular se centra ya no en el paro sino en el abandono. El sujeto aprovecha una de las oscilaciones para proyectar todo su cuerpo y salir despedido del asiento. Bien. Esta forma conlleva una infinidad de peligros que pasaremos a enumerar. No hace falta mencionar que el impulso de abandono debe ejecutarse cuando avanzamos hacia el frente. De hacerlo al revés corremos el riesgo de acabar con la cara en la arena o lo que es peor, en el charco. Sabiendo eso, debemos prestar atención al momento y a la fuerza de la proyección. La velocidad a la que avanzamos es directamente proporcional a aquella con la que saldremos despedidos. No lo olvidéis ya que de ello dependerá la altura y duración de nuestro vuelo. Por otra parte, en vuelos cortos, es recomendable abandonar con rapidez la zona de aterrizaje evitando así el engorroso trance que podríamos denominar “colleja metálica”. Éste se da cuando habiendo tocado suelo esperamos lo suficiente como para que el asiento haya tenido tiempo de completar un nuevo recorrido y vuelve resentido hacia nuestra cabeza con el claro objetivo de desnucarnos. Los vuelos largos, a diferencia, salvan este problema pero incluyen otros no menos desdeñables como es el de estamparse con cualquiera de los elementos que existan diez metros por delante de nosotros: personas, perros, bancos, farolas, fuentes, árboles, papeleras u otros objetos de diversión tales como el castillo de tubos de hierro o el caballito balancín. Por último, para aficionarse a este sistema, que aunque peligroso sí resulta más vistoso y genera una mayor admiración social, deberemos practicar el aterrizaje. El más correcto consiste en tocar tierra recto, nivelado y flexionando levemente las rodillas para una mejor absorción del impacto. De todos modos, ya sabemos que conocer la teoría no siempre garantiza el éxito. Famosos aterrizajes alternativos y no deseados serían el “mal contrapeso” (la cabeza avanza más que las piernas por lo que al caer de cara ponemos las manos y nos las despellejamos) y la archiconocida “croqueta” en la que la descompensación es lateral provocando un costalazo seguido de varias vueltas de campana. En este último caso, se recomienda levantarse, fijar la vista en el suelo y abandonar el parque a la mayor brevedad posible conteniendo toda muestra de dolor.

En fin. Estos han sido los consejos de hoy. Espero que nos ayuden a perder el miedo y nos permitan encarar alegremente alguno de los cientos de columpios que pueblan nuestras ciudades.