siempre hay algo que contar...

viernes, mayo 27, 2005

vulnerable..

Me gusta ver a la gente llegar, y no que me sorprendan. Así tengo tiempo de preparar el gesto con el que voy a recibirles. Así es, todo preconcebido e intencionado. La mirada melosa, los ojos algo achatados, los labios arqueando con suavidad su comisura, la cabeza ligeramente escorada hacia el suelo. Actos, todos ellos, profundamente meditados. Nada sin atar. Todo fruto de la psicología, la experiencia previa y la observación. De igual modo, me gusta llamar en lugar de que me llamen, pudiendo así disponer y estructurar previamente la conversación. Sin tener que improvisar, ni elucubrar a bote pronto respuestas poco precisas y, por lo tanto, poco convincentes. Me gusta mirar en lugar de que me miren. Y analizar a la gente en sus estados naturales, cuando sus actos, sus gestos y sus intenciones son más reales y más vulnerables. Cuando despiden su verdadera naturaleza, exponiendo sus pasiones, sus miedos y sus carencias. Me gusta partir con ventaja en todo encuentro o relación. Estar más preparado, más informado y más prevenido que mis interlocutores, acompañantes, congéneres o contemporáneos en general. Me gusta saberme, o sentirme, menos frágil.

Pero en ocasiones, muchas más de las que desearía, todo este robusto castillo de naipes se desmorona. A veces soy incapaz de reaccionar ante la sinceridad aplastante de una mirada. A veces mi habilidad mimética se petrifica ante cualquier gesto carente de intención. Y caen las corazas ante la obviedad de un guiño, un roce o una palabra. A veces, la naturalidad de la vida me vuelve vulnerable. Absolutamente vulnerable. Entonces siento miedo.

hoy me toca a mi llorar...

Hablan de mi los perfiles de las rocas. Y las aves. Y los cuerpos celestes que se despintan del firmamento. Sueños. Y arena. Dicen que es más veloz el miedo que la luz. Y la luz, que la verdad. Por eso siempre llega tarde y subsiste oculta. No sé apreciar con exactitud los latidos de la naturaleza. Pero escucho a cada minuto su profundo respirar. Quimeras. Bandejas ciegas donde se sirve la ira. Cuchillos oxidados que despellejan la soledad. He nadado en los arroyos pálidos, en los embalses de lava y en el delta en el que se mezclan el perfume y la escoria. Confundo la miel con resina. Y absorbo el estrépito de cien huracanes. Todo se nutre de mi. Y yo me nutro de todo. Contemplo la decadencia adherida a las piedras, y percibo como el tamiz se decolora. Advierto impasible la agonía de los montes, y los vestidos de corteza, y las flores rotas. Las ventanas selladas y los párpados ya resecos de tanta sal. Enmohece la nieve y los frutos tornasolados emergen en desbandada. Naranjas, rojos, verdes y amarillos. Duermen los animales que fluctúan en la sombra. El cielo enmudece y el tiempo se atrinchera. Y yo, escorzo y obviedad, acompaño a las farolas en su injusto trasnochar. Estiro los brazos. Tanteo. Y tropiezo en mil aceras, jardines y podredumbre.

El mundo se precipita sobre un lecho de hojas secas. He llegado tarde. Hoy me toca a mí llorar.

martes, mayo 24, 2005

ovejas o cabras...

“Es mejor ser una oveja que una cabra”, afirma B mientras sonríe levemente y aprieta entre sus dedos un manojo de cuartillas repletas de números. Yo le digo que no, que las cabras no se someten con tanta facilidad y ese hecho las hace más libres y, probablemente, más felices. Aun así, ninguna metáfora sobre el bienestar animal se me antoja lógica o equitativa. En nuestro caso, se dibuja mucho más clara la diferencia. Es mejor no buscar problemas, no generarlos y, sobretodo, no exponerlos ni sacarlos a relucir. Así es, es mejor sonreír, hacer un fardo con todo lo equivalente a la ‘injusticia llevadera’, y cargar con él. Aceptar el peso de toda pequeña o gran opresión injustificable y asumir que ese es el precio del bienestar. Un bienestar que no conviene cuestionar en demasía, ni hipotecar en absurdas luchas por una equidad quimérica. Es mejor acatar sin aspavientos aquellos márgenes de dudosa legitimidad, afecten a quien afecten. Es mejor a veces distraer la dignidad en favor de una ‘calma’ monopolizada. No sé. Entre nuestras ovejas y nuestras cabras siempre he preferido las segundas. El que no cuestiona, acepta. Y al que acepta, no se le presupone derecho a réplica. No es una cuestión de causas perdidas ni de adalides justicieros que se enfrenten al poder. Es sólo cuestión de terreno. Del terreno ya de por sí quebrado en el que se desenvuelven las libertades. Si dejamos que, paso a paso, no lo vayan conquistando. Si no hacemos nada y lo cedemos, mudos y resignados. Si no damos a entender que ese terreno es incuestionable, creo sinceramente que ya nunca lo recuperaremos.

lunes, mayo 23, 2005

cae y atardece...

Cae. Y atardece. Y, así, en su conjunción, cae el atardecer. Nada, global, es lo que parece. Nada es lo que es pues el tamiz de semejante escenario absorbe y altera el significado de todas las cosas. Como una manta que, despacio, nos desnuda, el sol se va dejando terreno al frío y a las sombras. Se retira, pausado, entonando un ‘hasta pronto’. Pues pronto, por la mañana, volverá para desperezarnos los ojos. El mundo navega entre ocres, naranjas y rojizos. Mañana habrá viento, como tantos otros días. El cielo aparece como una postal forzada, saturada y sobreexpuesta. Un actor que sobreactúa ante la magnitud de su papel. Recogemos, poco a poco, todo aquello que el día nos ha requerido. Y dejamos que la magia resbale escapándose entre nuestros dedos. Fingimos no saber que llega la noche. Siguiéndole el juego, dejamos que crea que nos sorprende. Así ella se crece y engalana. Es la simbiosis de las criaturas noctámbulas, de los humildes animales de la oscuridad. El cielo se cuartea de crepúsculo y las nubes aparecen sombrías y misteriosas como las gárgolas de las catedrales. Asoman decididas sus cabelleras grises como si por fin pudieran vigilar sin ser vigiladas. Los sonidos se multiplican y nos envuelven, confiados, conscientes de poder ocultar su procedencia. Así nos hacemos menos visibles y más vulnerables. No tememos pero sí respetamos la solemnidad de la noche. En su ritual, las horas se eternizan y la falta de horizonte hace que nuestro mundo se reduzca tan sólo a aquello que tenemos más cerca. Por eso es de noche cuando nos adormecemos y desconectamos. Porque el mundo es más pequeño, menos fiable y menos cálido.

cruzada...

Lo acompañaban las corrientes, dos tulipanes, un diccionario de sinónimos y un peón macizo del ajedrez de mármol que le dejó su abuela. Al peón lo había remendado, con más corazón que estilo, después de la decapitación sufrida en un suicidio no voluntario mesita de noche abajo. Aun así, la unión era firme y garantizaba la estabilidad de aquel cráneo circular. Al diccionario le faltaban las letras E, L y más de la mitad de la R. Una carencia cuantiosa pero superable al fin y al cabo aunando esfuerzos léxicos entre todos. Los tulipanes, aun hermosos y vitales, habían sido víctimas de nocturnos roedores que esquilmaron varios de sus pétalos. Sufrían ansiedad y cierto grado de manía persecutoria pero lentamente, y con la ayuda de los demás, lo iban superando. Las corrientes estaban perfectas, en pleno estado de salud y energía. Ellas los empujaban de un lado a otro a la velocidad que requiriera cada tramo del camino. Todos tenían bien definida cuál era su función dentro de la comitiva. Él dirigía al grupo, establecía los itinerarios y las pequeñas metas a alcanzar. Guiaba el quinteto (amén de las corrientes) tomando aquellas decisiones que los ayudarían a avanzar. El peón era el miembro expedicionario, el que ponía el valor. Se adelantaba al grupo adentrándose en solitario en cualquier escenario desconocido. Y así, ajeno al miedo, abría camino. El diccionario era el interlocutor, el encargado de dialogar con todos los seres que se iban encontrando a su paso. Hacía las preguntas y daba las explicaciones, aunque a veces, cuando requería de las letras que le habían extirpado, se trababa y sufría una especie de colapso. En esas ocasiones, los demás le ayudaban, tirando de mímica e ingenio. Los tulipanes aromatizaban el camino, haciéndolo más agradable y vistoso. También cumplían la función de rastreadores pues sabían de olores más que nadie. Podían identificar su realidad, distancia y procedencia con un mínimo margen de error.
Habían iniciado su viaje convencidos de encontrar aquello que les faltaba, aquello que los completara, aliviara y devolviera la estabilidad. Y así, unidos, avanzaban tranquilos, más o menos seguros, en su cruzada hacia ninguna parte en concreto.

miércoles, mayo 11, 2005

venid...

Venid a escuchar los latidos de esta marioneta. Venid a calcular, en onzas de miedo, los lazos que la separan del mundo en el que vive. Venid a recopilar, del aire, del agua y de debajo de las piedras, el tiempo que le robaron. Venid a plañir la muerte de sus quimeras, a acolchar su desplome y a secar el llanto de sus apáticos ojos de madera. Venid a explicarle que la vida no desfila por sus encajes. Que son los hilos, y no la voluntad, los que la hicieron conmoverse. Venid. Venid a decirle que todo era mentira.

jueves, mayo 05, 2005

ojala tu...

Es gracias a ti que el lápiz vuelve a recorrer en libertad esta hoja, y es gracias a ti que pueden las sensaciones regresar al papel. No imaginas lo que eso significa. Ojalá tú pudieras ver los hilos dorados del sol salpicando de tintes la maleza. Ojalá pudieras ver cómo se ruborizan las nubes. Y los campos, yermos, al soplido de la brisa. Ojalá tú pudieras ver morir un día cualquiera en la falda del acantilado, entre cortinas de roca y árboles que se aferran a la vida en un palmo de tierra. Ojalá pudieras ver cómo planean las gaviotas, y cómo persiguen, incansables, a los barcos pesqueros. Ojalá pudieras ver el faro, de noche, barriendo la costa en busca de los pequeños detalles que componen mi universo. O las siluetas borrosas de los peces indefinidos serpenteando entre las algas. Ojalá pudieras ver la arena, y tocarla, y sentir los mundos fragmentados que forman parte de ella. Ojalá vieras nacer una ola, y la siguieras, con su crin de espuma, mientras cabalga hasta la playa. Ojalá pudieras ver la luna, y los astros, como un imponente decorado en el que se representa la noche. Y tantas y tantas cosas que dan sentido a cada instante vivido.

Pero tú sólo eres un sacapuntas, y no puedes ver ni sentir nada. Si lo hicieras, seguro lo entenderías. Gracias.

premisas ignoradas...

No he contrastado la viabilidad del ideario que un día establecí. No he hecho balance, ni largas listas con pros y contras. No he intentado visualizar, en una existencia paralela, las ganancias y las pérdidas que de ella derivarían. En bienestar, en abundancia, en miedos y en ternura. No he valorado la posible cuota de soledad que acompaña a todos mis proyectos. Ni he hecho la suma de lo alcanzable y de lo quimérico. No he calculado la autonomía de mi ilusión, ni la de mi cerebro, ni la del motor de mi autosuficiencia. Sólo he visto en bocetos de trazos sinuosos lo mejor de lo que ni vivo ni poseo. Los logros pomposos, los paisajes hipnóticos, las experiencias vitales ataviadas de paz y regodeo. Pero no he vislumbrado penurias, ni desvelos, ni todas las trabas que seguro maltratan las vidas que desconozco. No he pensado en el probable colapso de mis sentidos, en la falta de lucidez, en el frío que azota a los que huyen sin motivo. No he tasado la miseria ni la escasez de las almas desubicadas. Ni he tanteado el dolor de un corazón vagabundo, sin hábitat, ni promesas, ni calendarios.

No. No he hecho nada de eso. Porque son estas las premisas que condicionan el coraje. Las que aprisionan los sueños. Las que nos cortan las alas.

amaneceres...

El paseo hasta el coche se hizo felizmente interminable. Aun centelleaban las luces intermitentes allí donde mirásemos. En las aceras, en los tejados, en los contenedores y en los árboles urbanos, asfixiados en sus miserables macetas engalanadas con chicles, colillas y orín. Las calles chirriaban al paso de los neumáticos, como si les doliera aquel masaje tan poco delicado y por ello gimiesen en busca de un indulto absurdo. Era la estela de las procesiones, que enceraba la ciudad y le confería sonidos lúgubres de dolor y puertas carcomidas. Calles deshabitadas que brillaban al tacto de las farolas, como si dibujaran el camino hacia lugares mejores. Evitábamos los pequeños charcos que las máquinas del ayuntamiento nos habían regalado junto a un envolvente olor a humedad y frescura. Y evitábamos pisar las hojas pues, aun inertes y blanquecinas, habían formado parte de nuestra naturaleza y ello nos empujaba a respetarlas. Los hornos comenzaban a despertar y el aroma a pan recién hecho doblaba con suavidad las esquinas en busca de algún hocico agradecido. Aun ingrávida, aquella fragancia dibujaba en nuestras cabezas la forma del pan, su figura tierna y humeante, su tacto y su sabor. Al cruzar el puente de Sa Riera, nos saludaba el agua en ligero movimiento, y algunos gatos, desperezando sus patas contra un manto de helechos y comprobando en la mustia muralla la agudeza y contracción de sus pequeños garfios. Sentíamos el amanecer como quien siente sobre su rostro un reguero de agua helada. Claro y prometedor, el paso de la oscuridad a la luz nos despejaba volviéndonos inmunes a las torpezas de la noche. Sobre la hierba, algunas flores desplegaban sus persianas al roce de las primeras caricias del sol. Las pupilas cambiaban de formato y las caras de gesto. Los edificios aparecían bitonales en su lucha diaria entre sombra y luz. Y un nuevo día irrumpía, decidido, dispuesto a cotillear en nuestras vidas. Así llegamos al coche, sin saber de fechas ni agendas, de estaciones ni calendarios. Sólo de amaneceres, y de cómo éstos nos entumecen los sentidos.