siempre hay algo que contar...

viernes, abril 28, 2006

cuaderno de campo...

En mi cuaderno de campo, dibujo tritones y sapos corredores. Describo el pausado avance del camaleón, homenajeando con movimientos las hojas que lo protegen. Anoto curiosidades en los márgenes; “La rana voladora anida en los árboles. La hembra segrega una sustancia que bate con sus patas hasta obtener una especie de espuma con la que crea su nido. Se produce la puesta y fecundación. El sol endurece la espuma por fuera mientras sigue líquida por dentro. Más tarde, la lluvia la disolverá y caerán los renacuajos”. En mi cuaderno de campo detallo los encuentros con faunas y vegetaciones. Si las miras detenidamente, si aprendes a escucharlas, narran con exactitud sus vivencias, penurias y alegrías. A veces cuentan secretos y a veces piden ayuda. Y algunas veces, nacidas de la inocencia, formulan preguntas que no puedo contestar. Porqués, cómos y cuándos que estremecen mi manchada conciencia de criatura dominante. Así caen sobre mi cuaderno varias lágrimas cobardes que difuminan los helechos y sus apodos latinos. Trazo con suavidad los contornos del bambú, sus heridas troncales, sus selectas asperezas y la forma vehemente con la que inclina su crin ante el paso de la vida. Dibujo la roca, seguida de la sombra que se tatúa en la roca, seguida del liquen que nace en la sombra tatuada en la roca. Esbozo despacio mi humilde bodegón, lo mejor que puedo, intentando obtener el realismo que texturice el papel y lo convierta en piedra. Después se lo muestro y, casi siempre, obtengo de la roca una sonrisa y un beneplácito. Añado las reflexiones que considero oportunas; horas, fechas, temperaturas, colores. Acaricio el agua de los humedales y le pregunto qué le falta y qué le sobra. Ella se deja, se revuelve y me muestra su hídrica genealogía de nitrógenos, fósforos y metales. Le digo que esté tranquila y en el imperceptible murmullo de su parálisis alcanzo a escuchar un “gracias doctor”. Así, en calma, atardece en los fastuosos universos abandonados. Entonces cierro mi cuaderno. Me despido del junco y de la avoceta. Me despido del barro y de la libélula. Del musgo y de la salamandra. Y vuelvo a casa, un día más, enamorado de un mundo que sabe corresponderme.

miércoles, abril 26, 2006

oscilar...

Se veía reflejado en la sonrisa oscilante de los perros, en las bolas de granizo y en las plumas húmedas de las aves que no se recogen hasta entrada la noche. Un nicho vacío, o un reloj estropeado. Oscilaba en la imperfección de las calles adoquinadas, balanceos incontrolados que no llegaban a derribarlo. Contenía a menudo las ganas de llorar, oprimiendo su pecho y desatando en fuertes inhalaciones el lazo que se creaba en los callejones de su estómago. Esta es la vida, pensaba. Y estos son sus efectos secundarios. Ni un perfecto regalo ni un exagerado tormento. Algo tibio y neutral, con sus subidas pronunciadas y sus bajadas vertiginosas. Una llanura salpicada por grandes cimas y profundos abismos. En ocasiones alzaba el vuelo. Y en un planear sosegado, contemplaba la distribución de todas las criaturas. En esos viajes, aparcando por momentos un caminar angustioso, descubría la armonía que habitaba inactiva dentro de su cabeza. Y, sin duda, la agradecía. Agradecía cada instante de placidez como se agradece todo aquello que no tenemos cuando queremos. Esos respiros le servirían para capear naufragios posteriores, sabiendo que en algún lugar de sí mismo descansaba el aire que le impediría ahogarse. Era un tira y afloja, una partida intensa destinada siempre a cerrase en tablas. Por ello, incluso en los momentos en los que acariciaba la victoria, o en aquellos en los que la derrota parecía inevitable, seguía tranquilo, sabedor de que pronto volvería el equilibrio. Era como el violento doblegarse de las espigas, que vuelven a levantar la cabeza pasada la tormenta. Como la presión circunstancial de los cuerpos sumergidos. Así, se veía reflejado en las causas itinerantes. En el fogonazo inicial de un amor, en la calma tras la herida previa al intenso dolor, en el impás del atardecer, cuando todo se difumina. Como ya dijeron, uno es uno y sus circunstancias. De verlo así, no había un solo motivo más por el que inquietarse. Seguirían las rampas y los desniveles. Seguiría la hiperventilación de los días de júbilo y la penosa asfixia de las jornadas inclementes. Madrugadas dulces y amargas pero al fin y al cabo madrugadas, despertares, páginas en blanco. Vivir era oscilar. Sólo era cuestión de acostumbrarse.

martes, abril 25, 2006

¿locos?...

Señores contratistas, empresarios, capitanes de navíos, generales, cabos, almirantes, pilotos, gestores, capataces, artilleros, políticos, distribuidores, gobernantes, invasores y aliados; no nos vendan, por favor, otra guerra. Esta ya no se la vamos a comprar. Entendemos, todos, el estado precario y caduco de parte de su arsenal. Entendemos con claridad la enorme posibilidad de negocio emergente. Entendemos la necesidad de nuevos enemigos a los que temer fundamentando así vuestra efectiva política del miedo. Sí. Lo entendemos todo, todos. Y aun así, ya no nos interesa. Somos ingenuos, inocentes, cándidos y confiados, pero hoy por hoy ya les conocemos. No empiecen por contarnos que si sucede lo uno después vendrá lo otro que provocará lo de más allá que de forma irremisible nos afectará directamente. No lo entendemos. No queremos saberlo. No nos lo creemos. Antes de eso, cuéntennos cosas tangibles, sencillas y lógicas que podamos entender. Cosas como por qué ustedes sí pueden generar energía nuclear pero ellos no. Cosas como por qué pueden ustedes poseer armamento nuclear pero ellos no. Cuéntennos aquella teoría de que todo viene porque ellos están locos y son capaces de todo. Es gracioso. Ellos están locos pero son ustedes los que poseen las armas y los que las utilizan, los que conquistan países con juicios infundados y, a la postre, falsos. Son ustedes los que, probablemente sin querer y por error táctico, han asesinado a miles de sus ciudadanos. Cuéntennos primero por qué ocultan a aquellos que detienen. ¿Por qué no los juzgan por si alguno de ellos fuera inocente y estaba, simplemente, en el lugar equivocado? ¿Acaso no hace eso la justicia de una democracia que según ustedes nos diferencia de ellos? Cuéntennos por qué los desnudan, los golpean, les orinan encima, los humillan y los fotografían para que todos disfrutemos del espectáculo.
Señores, no nos hablen de quién está loco y de quién es peligroso. Creo que a estas alturas ya nos hemos dado cuenta.

viernes, abril 21, 2006

vanidad...

En primer lugar Lucía, que trabaja como cajera en una gran superficie comercial. Es hermosa, muy hermosa, lo sabe y vive aferrada a esa presunción y al castigo continuo de la vanidad. Vive del rédito constante de mostrarse y sentirse deseada. Esa es su naturaleza, más fuerte que ella y más fuerte que su voluntad. En su historia está Pedro, que vende cupones en la entrada del mismo hipermercado. Cada mañana entablan dulces conversaciones. Se les cambia la cara y el gesto al tenerse cerca, e incluso les da rabia el suplicio del inicio de la jornada, momento en el que se separan y cada uno acude a su puesto de trabajo. Pedro es amable, joven y atractivo. Y es ciego. Lucía lo adora y él se muestra encantado con ella. Y aun habiendo establecido un vínculo real más allá de la amistad, no podrá existir nada entre ellos.

Después está Antonio, afable octogenario, que acude cada mañana a realizar su compra en el hiper que abrieron hace un año al final de la calle. Es esta, día a día, su única conexión con el mundo real. Sólo compra lo indispensable para aquella jornada, sabedor que así tendrá un motivo para volver la mañana siguiente. En ocasiones llega incluso antes de que abran las puertas. Y observa como Pedro y Lucía se saludan con aquel exceso de afectuosidad. Compra su boleto, cada día, y dedica unos minutos a hablar con Pedro. Y al pagar, tras su prolongado paseo entre góndolas y pasillos, se detiene con parsimonia para hablar con Lucía. Se acumule más o menos cola, siempre espera en su caja para que le atienda ella. Las demás cajeras lo saben y ya no intentan llamarle.

Antonio es consciente de la conexión creada entre Pedro y Lucía. No entiende lo que están haciendo, no entiende a qué esperan para decirse a la cara lo que obviamente sienten el uno por el otro. Él sabe lo que es perder un amor real, y lo daría todo por volver a tener el tiempo que ellos están desperdiciando. Una mañana, acude decidido a interceder por el bien de aquellas dos criaturas. Al hablar con Lucía, entiende, petrificado, el absurdo e injusto escenario que los mantendrá distantes.

¿Puedo preguntarte una cosa? - dice Antonio mientras ella le ayuda a colocar su compra en una bolsa.

Claro - responde ella.

Me he dado cuenta de que tú y Pedro… - el anciano habla despacio, con cautela.

Para! Por favor, no sigas – los ojos de Lucía se enrojecen de repente y su voz se vuelve temblorosa – Es imposible. Pedro y yo… es imposible.

¿Por qué? – pregunta Antonio inocente y desorientado ante la reacción de la joven.

Pues porque… Porque no concibo enamorarme de alguien que jamás podrá mirarme.

Antonio se queda helado. Mira a la joven, toma su bolsa y desaparece a través del pasillo.

Lucía tiembla de la rabia que siente hacia sí misma. Y sigue, en sus adentros, justificando aquel ingrato argumento. - Porque él no necesita a una mujer hermosa y yo necesito a un hombre que de gracias a Dios por tenerme cada vez que me admira. Porque esa es mi ventaja ante las demás mujeres. Porque no he obtenido este don para entregárselo a alguien que no pueda apreciarlo-.

Así de triste pero así de tremendo al fin y al cabo.

miércoles, abril 19, 2006

sacudida...

El horizonte hizo ademán de moverse, pero se quedó quieto. Había sido sólo una ligera sacudida, de las que se sucedían en su cabeza habiéndose convertido en un rutinario martillazo en las sienes. Cuando sucedía, cerraba los ojos y presionaba sobre los laterales de la frente con la base del pulgar y la yema del corazón. En pocos segundos todo pasaba y volvía la normalidad que tanto agradecía. Quizá en una de esas, pensaba, el dolor se volvería tan intenso que quedaría ahí, tirado en cualquier parte, retorciéndose, sin nadie que lo socorriera. El dolor le llevaba a doblegarse y a hablar solo, con rabia, en un intento por convencer a quien fuera que sostuviera la vara de aquellos latigazos de que cesara y lo dejara en paz. Por algo similar, pensaba sonriente al recuperar la sensatez, en la Edad Media te debían quemar vivo por endemoniado. Y desde luego, su tortura, nada tenía que ver con posesiones satánicas sino con algo mucho más terrenal o clínico que no alcanzaba a determinar. Creía en la teoría de que nuestro cerebro es como una pequeña olla exprés, en el que a veces un exceso de condensación nos lleva a la necesidad de soltar lastre. De ser así, a eso se debían sus breves pero intensas cefaleas. A procesos de selección y desecho de todo aquello que hervía continuamente en su cabeza. Recordaba otras etapas similares y por ello especulaba con que debía ser algo cíclico, como casi todo en la vida. Cuando se acumulaban demasiadas cosas a cocinar, la olla se saturaba. Era lógico y, quería pensar, normal. Toda maquinaria necesita reposar de vez en cuando y su cabeza llevaba demasiado tiempo sin hacerlo. Empezaría por reorganizar su salón de preocupaciones por el que sin duda merodeaban muchas de forma infundada e ilegítima. Después abriría un proceso de tregua consigo mismo. Una etapa en la que relativizar todo aquello con lo que constantemente chocaba. Un modesto pero sanador cambio de valores en el que la estabilidad, la paz, emergiera y prevaleciera sobre todos los demás. Descansar para después emprender con más fuerza la batalla. O cesar para, simplemente, abandonar la mayoría de las luchas improductivas. Ya vería.
Con el horizonte en su sitio y la cabeza restablecida, bebió un trago de agua, miró al frente y siguió su camino entre las rocas.

miércoles, abril 12, 2006

ninguneadas...

Voy por la vida sin poder ser meticulosamente correcto, exacto y justo en su total complejidad. Así, las vacas me saludan cuando como verduras, y los espárragos me ovacionan tras cada hamburguesa. La luna se enfada siempre que voy a la playa y el sol me insulta cuando salgo por la noche. Extraño pero cierto. El mar ruge cuando tomo el sol y la arena se revuelve mientras nado. En definitiva, nunca consigo tenerlos a todos contentos. Y es normal. Es la ley de los comunes contrastes. Hay que tomarlo todo en su justa medida. Sin excesos y sin radicalismos. Y así, entender que llore la ducha mientras lleno la bañera, y que ésta resbale cuando tan sólo la pisoteo bajo el chorro redentor. No hay que ofenderse ni sentirse mal. Es la vida. Poco a poco, dejarán de escupirme los buzones tras cada exceso de e-mails, y comprenderán los refrescos de la nevera que la sed me la quita el agua. Es cuestión de no preocuparse y de no sentirse culpable. De explicarle a la sartén que debo hervir en la olla, que ya tendrá su momento y que no se sienta desplazada. Es cuestión de hablar con la tele para que entienda que esta noche la pasaré con el libro. Y decirle al libro, que mañana, cuando quiera ver la película, reposará en el cajón sin nadie que lo sostenga. Que lo entiendan y que lo acepten. Que dejen de sufrir y que dejen de lamentarse pues todo tiene su lugar y su momento, y no pueden estos factores determinar el estrellato o la infamia de cada uno de ellos. Hablaré con ellos y todo se solucionará. Conseguiré evitar que el paraguas intente apuñalarme en agosto y que los pareos se tiren por el balcón en enero. Conseguiré que el despertador deje de precipitarse contra el suelo los domingos (que cuesta horrores recomponerlo). Conseguiré que el teléfono fijo, que me observa agazapado, deje de intentar ahorcarme. Y que los vasitos de cortado no tintineen desquiciados durante el café con leche. Muy pronto todo estará arreglado. Bastará una charla, intensa y sincera, con todas y cada una de las cosas que se hayan, alguna vez, sentido ninguneadas. La armonía está al caer. No puede ser tan difícil.

viernes, abril 07, 2006

Judas...

La historia ha cambiado. A estas alturas, o mejor dicho, a esas alturas (las divinas), la historia acaba de cambiar. Judas no vendió a Jesús sino que sólo hizo lo que éste le había solicitado. Judas fue, entonces, discípulo y alumno privilegiado. “Tú superarás a todos; sacrificarás al hombre que me recubre” le dijo el maestro. Vaya lío. La aparición del Evangelio Según Judas que ha dado a conocer la organización National Georgaphic tras casi 30 años de investigación, tira por los suelos todo aquello en lo que nos han hecho creer. Y lo peor es que la iglesia no sabe si aceptar la nueva versión. Claro, es lo que tiene esto de esperar 2000 años para dar una exclusiva. Hoy no podemos montar un careo en Salsa Rosa entre Judas, Jesús, Pilatos y San Pedro. Y mira que estaría interesante, aunque fuera sólo por ver el look que debía llevar esta buena gente y la cara que pondría el presentador ese estirado. Y en seguida saldrían en las revistas fotos exclusivas; “Judas y Jesús salen juntos del Asador del Monte del Olivo. Se confirman los contactos privados”. El maestro declara; “Es sólo una comida de amistad entre nazarenos, no hay nada más”.
Bueno, que me pierdo. Entonces Judas fue bueno, buenísimo, casi el más mejor amigo de Jesús al que confío la peor y más importante de las tareas. En privado, según afirman hoy en día, le pidió a Judas que lo vendiera con un beso a aquellos que lo querían encerrado. Entonces, Judas fue un héroe, capaz, por amistad, de entregar a aquel que más quiso sólo porque éste así se lo ordenó. ¡Vaya notición! Y vaya marrón. ¿Quién le pide ahora perdón a Judas? ¡Joder! Que llevamos dos milenios insultando a la gente llamándola Judas, equiparando ese nombre al del peor de los traidores. No imagino cómo se limpia el nombre de un tío después de 20 siglos. También, digo yo, que Jesús fue un poco cabroncete. Ya se lo podía haber pedido dando la cara, ahí, en la cena esa botellón que hicieron, delante de todo el mundo en lugar de colarle el brete por lo bajini. No sé, podría haber dejado algún testigo para defender al pobre Judas.
Ya decía yo. Ya decía yo que si Judas era tan perro no entendía por qué había devuelto, muerto Jesús, las 30 puñeteras monedas y se había colgado. Total, que para que Jesús quedara genial como un mártir, tuvo que dejar a Judas como un cerdo. No me parece serio, ni moral. Propongo desde aquí una disculpa general y un global reconocimiento a la figura de Judas y a la de toda su familia, los Iscariote, insultados y maltratados durante cientos de generaciones. Yo, por mi parte, desde este humilde recoveco, le pido disculpas: Judas, tío, lo siento. Nos habíamos equivocado contigo.

miércoles, abril 05, 2006

somos imperfectos...

Una niña juega en el parque. Un hombre camina, lentísimo, al compás de su muleta. Una ciudad se borra y dibuja cada mañana. Miles de celdas habitadas por el profundo réquiem de nuestra especie. Un perro olfatea lo que asoma de la basura. Un hombre revuelve, una a una, las papeleras de la plaza. Sopla el viento que llena de arena los ojos y las cabezas. Estamos ciegos. Somos extremadamente vulnerables. Y no lo sabemos, hasta que ya es tarde. Siempre quisimos ser infalibles, colosos, eternos o supranaturales. Y no somos nada. Nada que un perdigón, o un mal día, o un patinazo inoportuno no pueda derribar y destruir en un instante. No somos mucho más que la espuma de una ola, que avanza y desaparece, durante un siglo o un segundo, según dicten las corrientes. Somos enfermizos en nuestras más básicas debilidades. Nos guía la persuasión de metas absurdas, amontonadas sobre el olvido de las metas anteriores. De noche, la penas, nos acosan como insectos que llegan para posarse. Nos rodean, e intimidan, y exprimen de tal manera que ponen a cero el contador de toda ilusión y de todo compromiso. Poseemos tanto para acabar suplicando por nuestra simple supervivencia. Sin aspavientos, sin grandes méritos ni grandes anhelos de posteridad. Suplicamos, retorciendo entre las manos la almohada agria de la angustia, por un poco de paz. Todo. Lo daríamos todo, en ocasiones, por un instante de paz. Pero somos tan absurdos que después nos olvidamos. Superada, toda tortura, queda sumida en el ostracismo de las tareas ingratas. Y con ella, enterramos aquello que en ella prometimos. Llega la bonanza y volvemos a ser los mismos líquenes de superficie que cayeron en desgracia. Sin opción a enmendar futuras represalias. No aprendemos. No sabemos. No queremos. No nos lo merecemos. Un corazón se para. Un marinero emprende su camino. Una mujer llora en el muelle. Simplemente, somos imperfectos. ¿Quién sabe qué nos desmorona?

llegados los 30...

Cosas que debo hacer llegados los 30:

Debo comenzar a desechar la idea de poder jugar al fútbol en un equipo de primera división.

Debo aceptar que “los niños son de goma” pero los tíos de 30 ya no. Por lo tanto, reducir lo de tirarse por el suelo y hacer el burro constantemente.

Debo pensar que aun tengo tiempo de alcanzar una madurez literaria que repercuta en dividendos.

Debo empezar a coleccionar tarjetas de restaurantes, hoteles, agroturismos y especialistas médicos.

Debo olvidarme de escribir 29 en los formularios. Obvio, pero es que el cambio en las decenas no resulta tan sencillo.

Debo dejar de intentar pedir descuentos con la “Tarjeta Jove” que me caducó a los 23.

Debo aceptar “hipoteca” como animal de compañía.

Debo dejar de llamar a mis amigos “pokemons”.

Debo tirar esas zapatillas de ir por casa que son dos cabezas de león.

Debo volver a plantearme lo de dejar el curro un tiempo y hacer aquel viaje que no me saco de la cabeza.

Debo aspirar seriamente a poder comprarme una casa en Formentera.

Debo aceptar que los críos se dirijan a mi como “señor”.

Debo limitar la utilización de las expresiones:“mola” y “pava”.

Debo empezar a conocer las reacciones de mi cuerpo ante la ingesta exagerada de bebidas alcohólicas.

Debo hacer lo mismo ante las comidas. Debo familiarizarme con los conceptos “colesterol” y “triglicéridos”.

Debo plantearme abandonar la mesa pequeña en las comidas familiares.

Debo hacerme experto en vinos. No se por qué pero a esta edad todo el mundo lo es.

Debo aceptar que las resacas ya no son divertidas y, por tanto, procurar evitarlas en la medida de lo posible.

Debo prepararme para que mis amigos tengan hijos.

Debo limitar el uso de la Playstation.

Debo adecuar las horas de sueño a las necesidades de mi cuerpo y no a las de mi cabeza.

Debo aprender a traducir pesetas en euros cuando se trata de sumas importantes.

Debo formarme argumentos sólidos respecto a todos los temas de actualidad. Criterio. Debo poseer criterio.

Debo aprender a jugar al golf

Debo aceptar mi entrada en aquella etnia que de pequeño llamaba “los mayores”.

En fin, creo que antes que nada, debo pedir libre el día de mi cumpleaños para poder ordenar un poco todas estas cosas.