cuaderno de campo...
En mi cuaderno de campo, dibujo tritones y sapos corredores. Describo el pausado avance del camaleón, homenajeando con movimientos las hojas que lo protegen. Anoto curiosidades en los márgenes; “La rana voladora anida en los árboles. La hembra segrega una sustancia que bate con sus patas hasta obtener una especie de espuma con la que crea su nido. Se produce la puesta y fecundación. El sol endurece la espuma por fuera mientras sigue líquida por dentro. Más tarde, la lluvia la disolverá y caerán los renacuajos”. En mi cuaderno de campo detallo los encuentros con faunas y vegetaciones. Si las miras detenidamente, si aprendes a escucharlas, narran con exactitud sus vivencias, penurias y alegrías. A veces cuentan secretos y a veces piden ayuda. Y algunas veces, nacidas de la inocencia, formulan preguntas que no puedo contestar. Porqués, cómos y cuándos que estremecen mi manchada conciencia de criatura dominante. Así caen sobre mi cuaderno varias lágrimas cobardes que difuminan los helechos y sus apodos latinos. Trazo con suavidad los contornos del bambú, sus heridas troncales, sus selectas asperezas y la forma vehemente con la que inclina su crin ante el paso de la vida. Dibujo la roca, seguida de la sombra que se tatúa en la roca, seguida del liquen que nace en la sombra tatuada en la roca. Esbozo despacio mi humilde bodegón, lo mejor que puedo, intentando obtener el realismo que texturice el papel y lo convierta en piedra. Después se lo muestro y, casi siempre, obtengo de la roca una sonrisa y un beneplácito. Añado las reflexiones que considero oportunas; horas, fechas, temperaturas, colores. Acaricio el agua de los humedales y le pregunto qué le falta y qué le sobra. Ella se deja, se revuelve y me muestra su hídrica genealogía de nitrógenos, fósforos y metales. Le digo que esté tranquila y en el imperceptible murmullo de su parálisis alcanzo a escuchar un “gracias doctor”. Así, en calma, atardece en los fastuosos universos abandonados. Entonces cierro mi cuaderno. Me despido del junco y de la avoceta. Me despido del barro y de la libélula. Del musgo y de la salamandra. Y vuelvo a casa, un día más, enamorado de un mundo que sabe corresponderme.