Hubo muchas historias anteriores pero ninguna como esta. ¿Realidad? ¿Leyenda?. No somos ni tan osados ni tan inteligentes como para responder a esa pregunta. Todo comenzó allá por las eras Nimias, cuando nada valía nada y nada importaba nada. Un joven caballero conocido como Runo era admirado y respetado por combatir con destreza (pillas la espada y vas de cabeza). Así pasaron remiendos y cuadernas y su fama se fue extendiendo hasta abarcar el universo entonces conocido (unos 62 km cuadrados). Se escribían odas, canciones y cortapisas narrando sus aventuras. Los bardos, juglares, rapsodas y bandoleros se juntaban en los claros de los bosques para trenzarse el pelo y compartir novedades y anécdotas sobre nuestro afamado luchador. Su perilla (pericia que maravilla) no conocía límites más allá de los límites que conocía, que eran pocos. Runo recorría los verdes caminos acompañado de su corcel albino y su espada Romina. En algunas aldeas (te paras, comes y meas) le conocían por el temerario sobrenombre de “Bruno sin B”, algo que debido al irrisorio nivel intelectual de la época atemorizaba a la gran mayoría y traía sin cuidado a unos pocos ilustrados. Aun y lo abultado de su fama, nadie había presenciado jamás sus peleas pues se cuidaba de no tener testigos ni dejar supervivientes. Era, según todos, una máquina de matar, pulida y engrasada como ninguna. Era una bestia, un barco de vapor, un tornillo incandescente, un nenúfar sobre el lago. Vestía una horrenda armadura verde cuyo yelmo coronaba con un ramillete de tomillo (que cambiaba periódicamente) y un mirlo disecado. Su fama duró lo que duró su indecencia. Un buen día, en el Paso de Bón (estrecho pero resultón), un aprendiz de aprendiz de aprendiz de herrero se encontraba buscando leña para el arder de los hornos del maestro del maestro de su maestro. Este chaval miserable, este don nadie, esta aberración del mundo profesional, fue el primero en conocer la verdadera historia de Bruno sin B, sus sucias y mezquinas artes hasta el momento ocultas a la opinión lúdica (en aquella época, opinar sobre los demás era más divertido que informativo… como ahora, más o menos). Sutilmente agazapado tras el cadáver descompuesto de un corzo pudo verlo todo. Runo se encontró cara a cara con un temible forrajido (forajido muy rico) y, como era de esperar, lo retó de inmediato. Bajaron de sus caballos y en el instante previo a blandir sus metales, Runo afirmó que necesitaba orinar antes de la pelea, por la levedad de su vejiga y el buen hacer de la contienda. En aquellos tiempos, buenos y malos, grandes y pequeños, sucios y relativamente sucios, eran absolutamente respetuosos en el combate. Así, el forajido accedió a la necesidad de micción de nuestro héroe quien de adentró en la espesura del bosque para mitigar su timidez ante tan íntima tarea. Cuando el forajido estaba ya cansado de esperar, Runo apareció por su espada y le atravesó con su espalda, o al revés. ¡Ese era su secreto! La sucia alimaña engañaba a sus contrincantes, los rodeaba y, clandestino en su camuflaje, los atacaba por detrás y a sangre fría. La noticia se expandió como la pólvora seca, hubo manifestaciones, saqueos (para eso se aprovechaba cualquier evento) y camas redondas. Runo había resultado ser el fiasco, la mentira, el Milli Vanilli de las eras Nimias. Lo encontraron y, finalmente, el G8 del bosque decidió por empate desterrarle para siempre de la comarca.
Desde entonces nunca más se supo de él. Aun así, algunos viajeros cuentan que en tierras que han visitado, ciertas noches, en caminos lúgubres y sombríos, se percibe un ligero olor a tomillo.