siempre hay algo que contar...

lunes, mayo 29, 2006

dos gorriones y un gazapo...

Primero ha aparecido con dos gorriones, de los pequeños, que caen de sus nidos por causa del viento. A veces me pregunto si no podrían darse cuenta las gorrionas o las promotoras que les gestionan sus nidos de que en el tejado de casa sopla demasiada brisa y los nidos tienden a salir volando. Total, que la perra persigue a los pájaros que se precipitan hasta el suelo (el suelo que ella considera su territorio, al fin y al cabo). Y es un espectáculo triste y deprimente pues aunque esas pequeñas criaturas estén ya condenadas hiere la sensibilidad el hecho de que un perro las devore ante tus ojos. En este punto ha recibido su consecuente reprimenda que dudo entienda a la primera; no se mata a los pájaros pequeños. El problema principal ha llegado media hora después, cuando ha emergido de los matorrales con algo en la boca. Se ha acercado, feliz y orgullosa, dispuesta a compartir el trofeo con quien debe considera uno de sus amos y, por tanto, aquel ante el que rendir cuentas de sus actos. Tras hacerse la remolona y tras varios gritos inquisitorios, lo ha soltado. Ahí estaba, en medio del empedrado de la entrada, un pequeño gazapo (por supuesto, muerto). El corazón se me ha encogido de inmediato. Era tan hermoso y tan pequeño, con sus brillantes ojitos negros, que he estado a punto de emprenderla a golpes contra la perra por semejante aberración. Pero después de guardar el roedor en la nevera (por eso de que ojala se aproveche ya que está muerto) he reflexionado. Tampoco puedo volver loca a la perra, que me miraba exultante, moviendo a gran velocidad el muñón que posee por cola. No puedo olvidar que es, fue y será un perro de caza. Que mi padre lo suyo habrá tardado para adiestrarla en las artes del acecho, del porte y de la captura. Cómo le digo yo que está mal que cace un conejo, y más aun en casa, cuando le han enseñado que eso es precisamente lo que debe hacer. Cómo la castigo por ejercer una función que ella cree indispensable e incluso remunerada en tantas otras ocasiones. Pues no puedo. O sí puedo pero creo que es algo sumamente contraproducente para su equilibrio mental, ya mermado en una casa como la mía. Y tampoco puedo esperar que ella sienta la lástima que siento yo hacia la mayoría de sus presas y que por ello sea clemente y selectiva. También podría decirle que no me enseñe a sus víctimas al igual que yo no voy enseñándole mis campañas, pero eso tampoco lo entendería. Tendré que aceptarlo. Tendré que aceptar que ese peluche blanco con antifaz marrón que me mima y adora, es en esencia una bestia asesina. Que esa mirada a media asta, patita levantada y gesto de inocencia suprema, es sólo una pequeña parte de su naturaleza. Que después, cuando muta, inyecta sus ojos en sangre, eriza el pelo de su lomo, muestra su imponente dentadura, y mata. Al fin y al cabo, así es la naturaleza y yo no la he inventado. Simplemente, como tantos otros escépticos, sigo cuestionándola.

viernes, mayo 26, 2006

alas de mariposa...

Decidió cortarle las alas a la mariposa. Con el tiempo, ellos explicarían que era fruto de una enfermiza regresión, de una educación incompleta y de una tremenda falta de afecto en los primeros estadios de su juventud. Pero en realidad, todos sabíamos que era algo mucho más simple. Le cortó las alas a la mariposa por fe. Por fe y por necesidad. ¿Hubo crueldad? Sí. Obviamente la hubo, y mucha. Pero no la crueldad metódica nacida del abuso vislumbrado en las terapias de hipnosis. Ni la crueldad que los expertos definían como “de poder”, aquella en la que somos crueles, simplemente, porque podemos serlo, al igual que hicieron aquellos que fueron crueles con nosotros. No. Yo no escarbaría tanto en los prototipos que les ahorran a los médicos años de trabajo. La mente, el alma, no posee jurisprudencia, ni ecuaciones perfectas, ni llaves maestras. Probablemente, toda aquella parafernalia de Facultad de Sicología estaba justificada y, en sus visiones globales, acertaba al retroceder en su vida y su cerebro para buscar soluciones. Pero para ello, para relacionar lo que nos pasa con los que nos ha pasado, no hace falta doctorarse. Todos somos lo que hemos vivido pues uno es lo que conoce. Dos más dos, señores doctores, ya pueden guardar sus manuales. Por eso, ajenos a las penurias que sin duda le habían azotado durante mucho tiempo, quizá demasiado, más del que es necesario para dejar heridas imborrables, era una cuestión de una mayor simpleza. Igual de penosa pero más simple. Así, cogió con sus manos la mariposa y le arrancó las alas, quedando impregnado de aquel ligero polvo amarillento que le acompañaría en pesadillas durante el resto de su vida. Tomó aquel delicado ser entre sus manos infantiles y, aun consciente de su belleza y de su fragilidad, le extirpó las alas, condenándolo a una muerte lenta y agónica. Y cuando digo, o decimos, que fue la necesidad el motivo de tan sádica decisión, es porque lo conocimos, lo quisimos, y vivimos junto a él su terrible decadencia. Fue un acto momentáneo, fugaz, instintivo y desafortunado. No hubo tras él planes inherentes de placer por la tortura, ni pautas de comportamiento que se hubieran repetido o que tendieran a repetirse más adelante. No. No fue un golpe de autoridad mezquina ni maquiavélica contra un ser tan hermoso como insignificante. Él estaba enfermo. Y en su enfermedad, vivía sumido en la oscuridad de sus carencias. Nada en su vida había sido como hubiera deseado y nada en su horizonte dibujaba mejorías. Aquella mañana, durante esos instantes, siguió con su mirada el sutil vuelo de aquel animal. Lo observó, desde que emergió de la oscuridad del pinar, a cámara lenta, hasta que se posó suavemente sobre su hombro. Y entonces creyó, ciegamente, que aquello era una señal, probablemente la señal que llevaba años esperando. Cogió la mariposa con cautela entre ambas manos y se la acercó hasta la cara. La miró con el gesto iluminado de quien cree ver un ángel. La miró y, susurrando, le dio las gracias. Fue entonces cuando, con cuidado, desencajó sus alas. Y lo hizo convencido de que eran para él. Su señal. Su absolución. Las alas con las que tantas veces soñó con escapar, habían por fin llegado.
Pasados unos instantes se dio cuenta de que se había equivocado. Entonces se derrumbó y lloró. Lloró durante horas, por él y por aquel animal. Todos coincidimos en que aquel fue el principio de su fin.

martes, mayo 23, 2006

íntima carencia...

La llamada, sin llegar a desconcertarla, sí consiguió ponerla algo tensa. O quizá la distrajo, evadiéndola de los quehaceres de su cuerpo en beneficio de los de su cabeza. La distrajo como nos distraen las cosas que se solapan y acontecen a la vez: como el coche que cruza detrás del último beso, como la mosca que se posa sobre el borde del pupitre en medio del examen, como el avión que enmudece un revelador grito de súplica. Caminaba, de lado a lado de la habitación, como un animal acorralado por la prisa y la falta de concentración. Él hablaba y ella escuchaba mientras preparaba con precipitación su bolsa de deporte. Pensaba, en aquel momento, que hay cosas que no son compatibles y que debería tener más tiempo para aquella llamada; para sentarse a digerirla y desgranarla con la calma que merecen las palabras que morimos por escuchar o aquellas en cuya precisa selección nos llegamos a jugar tanto. Pensaba que debería colgar y postergar sus argumentos para un instante en el que la paz les otorgara una mayor solidez. Pero aquello hubiera sonado a desplante y eso era algo que ni deseaba ni podía permitirse. Hablaba a trompicones mientras abría armarios y cajones. La bolsa, los zapatos, las llaves, las respuestas, todo mezclado y macerado en un instante tan caótico como relevante. Salió de casa con la certeza de llegar tarde y con la inseguridad de no haber desglosado aquella conversación en los términos y las pautas que hubiera deseado.
En el gimnasio, continuó dando vueltas a su conversación. Seguía nerviosa por la precipitación de los hechos y de las palabras. Repasaba lo dicho y, sobre todo, lo no dicho, lo que suele quedar en el tintero y rebotar en un tintineo dentro de nuestras cabezas. Atendía con dificultad los pasos de aquel ejercicio, deseando que el sudor y el esfuerzo se llevaran la intranquilidad. Con el compás de sus extremidades izquierdas (pierna y brazo hacia adelante y hacia atrás) evocaba lo dicho por él. Y con el vaivén de las derechas, lo que ella había respondido. Tenía la sensación de que algo faltaba; de haber olvidado un hecho, o un dato, de la importancia suficiente como para que anidara aquella sensación de pequeño vacío. Pero bien pensado, la conversación tampoco había sido tan profunda, ni trascendental, ni problemática como para sentirse mal por ella. Nada que no pudiera matizarse, o arreglarse, o contradecirse en un inminente nuevo contacto.
Terminó con su diaria dosis de pérdida de energía; un acto periódico tan beneficioso para su salud como para su autoestima. Entró en el vestuario; se desnudó despacio, acabando de exhalar las últimas briznas de aire regenerado, y se metió en la ducha. Al salir, despejada y semicubierta con su toalla, rebuscó en su bolsa de deporte. ¡Mierda! Se había olvidado la ropa interior. Sin duda, aquel tremendo descuido había sido culpa de las prisas y la improvisación fruto de la llamada. Así, se vistió, con una mezcla casi desconocida de pudor y libertad; la misma que nos asalta cuando nos bañamos desnudos de noche en la playa. Su cara dibujó una mueca de alegría como la de los niños que saben que hacen algo prohibido. Entre pícara y sorprendida, salió del gimnasio. De repente, su pequeño percance, le había hecho alegrarse, olvidarse de los probablemente absurdos quebraderos de cabeza de la hora anterior y sonreír. La invadió la confianza y el descaro de quien guarda un secreto ameno. Entonces cogió el teléfono, esbozó una leve carcajada, y volvió a llamarle. Al fin y al cabo, si a alguien debía revelar su íntima y clandestina carencia de atuendo, era a él.
“Hola, no imaginas lo que me ha pasado…”.

viernes, mayo 19, 2006

Purgatours...

Bienvenidos todos al autobús turístico del Infierno, tomen asiento y muchísimas gracias por confiar en Purgatours. Recuerden que en cualquier momento del trayecto dispondrán de un autoservicio de refrigerios y podrán apearse en cualquiera de las cinco paradas si así lo desean. Pero, ¡ojo!, no se olviden de regresar al autobús a la hora fijada; no les recomendamos que se pierdan por aquí. Asimismo, les recordamos que Purgatours ofrece también su servicio de barcazas a través de los magníficos ríos de lava que fluyen por nuestro territorio: el Hades, Angat, Íncubo o Averno. Toda una experiencia.

Para aquellos que se encuentren sólo de visita, recuerden que a las 21 horas deberán estar todos en la puerta de salida. Los demás deben acudir una vez finalizado el tour a las ventanillas de recepción y allí se les indicará su destino correspondiente.

Durante este viaje, prepárense a contemplar escenas duras y sorprendentes, por favor no saquen los brazos por las ventanillas y de ser posible sienten a los niños en los asientos del pasillo. Como comprobarán, esto no es exactamente como ustedes lo imaginaban. Recuerden que disponen, a su derecha, de un botón rojo que oscurecerá su ventana en caso que no deseen ver algunas zonas del recorrido. Las escenas orgiásticas y de sexo duro, la ingesta desmesurada de pócimas y brebajes, la violencia y el libertinaje que están a punto de contemplar no son en absoluto una puesta en escena. No se trata de un montaje. Este lugar es así, tal y como lo verán. Como decimos aquí: “El cielo es para los perdedores”.

Mi nombre es Isabel Cebú y seré su guía durante el día de hoy. No duden a la hora de consultarme cualquier cuestión. Y, sobre todo, disfruten del trayecto.

jueves, mayo 18, 2006

¡Everest!

Por si aun no os habéis enterado, acabamos de coronar el Everest. Sí! Y digo acabamos (nosotros), pues la costosa expedición de dos años de duración la hemos pagado entre todos. No lo olvides: “Mallorca ets tu”. Y Mallorca tiene gastos, algunos ineludibles y otros, pues, digamos que excéntricos. O caprichosos; los periódicos caprichos que se le presuponen a toda digna princesa. Total, que después de dos años de intentos, esfuerzo, algún susto y varias retiradas, Mallorca ha coronado a las 5 de esta madrugada el Txomolangma (o Everest). Por un lado, no consigo sentir la plenitud que se supone debería invadirme como buen mallorquín. No logro descubrir en mis pulmones la brisa gélida del Himalaya, ni cerrar los ojos y estar ahí, en un paisaje excepcional en el que me encantaría estar. No. Mi dinero no ha servido para que me sienta mejor, sino para que tres tíos se monten la excursión de su vida. Que no se lo reprocho pues todos haríamos lo mismo. Es una envidia insana que empeora cuando recuerdo que con mis impuestos, en once años, aun no han asfaltado la calle que va a casa de mi abuela. Pero me siento egoísta pues qué debería importar que mi abuela pueda ir sembrando ajos en los surcos que dejan sus muletas hasta la parada del bus cuando hemos tocado el “techo del mundo”. Si es que yo sólo voy a lo mío. Por otro lado, ya era hora de que encumbraran. Yo creo que se hacían los remolones, con lo bonito que es todo aquello, en plan “¿subimos mañana? ¿o mejor el viernes? ¿o ya el lunes que se habrá acabado la liga y nos harán más caso? ¿o si eso en junio, no? Sí, en junio… venga! saca las hierbas dulces que hace frío” Supongo, por otro lado, que la noticia del neozelandés sin piernas que hace dos días coronó el Everest debe haber precipitado nuestra proeza. Debieron decir “tío que se nos va a notar, que esto es un cantazo, que les hemos vendido que es casi imposible subir ahí”. Y se pusieron manos a la obra. Bueno, no exactamente. Primero enviaron a los sherpas (que hay muchos de repuesto) a trepar por la montañita fijando las cuerdas y los anclajes por los que Mallorca alcanzaría su hazaña. Desde luego, un buen truco. Y hoy, por fin, pim pam y arriba, a colocar la banderita. Que supongo debe ser bastante complicado ya que después de que cientos de miles de personas coronen esa cima no sé yo si quedará aun sitio para más banderitas, que debe parecer eso el edificio de la ONU con tanta bandera. Eso contando que cada uno, además, se lleva la de su equipo de fútbol, la del club de esplai y la del bar de su primo. Que si es por lo de la bandera ya se podrían organizar mejor, ¿no?. Que vayan dos tíos con un helicóptero una vez al año cargados de banderas y las planten ahí. Y te ahorras las dietas, los aludes y el dormir ahí de tirado con los pies morados de frío. Pero bueno, ya está. ¡Ya hemos llegado a la cima del mundo¡ Falta saber, estudiado el camino, si nos conviene ahora más hacer una autopista hasta la cima o si nos bastará con un desdoblamiento. Seguro que ya lo están mirando.
Y, ¿ahora? ¿Qué grandes metas nos augura nuestro afán de conquista? Pues, de momento, otra que va. Por si no lo sabéis, estáis patrocinando un viaje para seguir la ruta de Ulises por mar. Joder! Esta sí que me da envidia. La verdad es que, aunque rabioso por los baches que circundan la casa de mi abuela, chapeau por el que se inventó el proyecto y tuvo gemelos para plantarse delante de la princesa; “mira que me quiero ir a dar la vuelta al Mediterráneo con un velerito, así rollo Ulises, y que a ver si me lo pagas” Osea, en plan fenicio (nunca mejor dicho). Y le dicen que sí, que lo debía flipar como Colón pidiendo pasta a los Reyes Católicos.
Total, que hemos subido al Everest y ahora nos vamos “tras la pisadas de Ulises”. Dos epopeyas imprescindibles para el devenir de nuestra isla. Yo he estado pensando y, ahora que tendré tiempo, voy a intentar que me patrocinen mi propia gran aventura; “Projecte Panada”. Pretendo seguir in situ el proceso completo de confección de uno de nuestros emblemas gastronómicos. He calculado que me llevará un par de años. Empezaré por las laderas del Cáucaso donde se cría la que nos venden como ternera mallorquina y terminaré sentado en el suelo ante el horno de mi abuela para ver emerger de él nuestra redonda joya de pascua. Bueno, eso si los socavones me permiten aun acceder a casa de mi abuela.

martes, mayo 16, 2006

sin cielo...

El cielo había desaparecido. Tan extraño de entender como de explicar. Era como si todo lo que contenía hubiera sido borrado; las nubes en sus decenas de aspectos conocidos, la tonalidad azulada, la luna, las estrellas… todo menos el sol, que aunque costara advertirlo, ahí seguía iluminándonos a todos. El resto del cielo era una masa negra, más o menos traslúcida según la hora y la incidencia de la luz. Un todo negro y compacto en el que no había espacio para los contornos, ni para los matices, ni para la imaginación. Todo había sucedido en cuestión de horas y a la mayoría nos cogió durmiendo. Fue al despertar cuando advertimos un cambio brusco en la forma de incidir la luz a través de las persianas. Al salir lo vimos. Grises o negros conformaban la extensa cúpula a través de la cual se filtraban con mucha más dificultad los tentáculos amarillos de nuestra estrella madrina. Nos preguntábamos cómo habría sido pero nadie lo sabía. Incluso aquellos a los que el supuesto telón repentino los había pillado despiertos y en plena calle, tampoco podían explicarlo. Según ellos, todo se oscureció, de repente, y cuando miraron arriba ya había cambiado. Las noches eran indescriptiblemente oscuras. Sin estrellas y, aun peor, sin luna, el cielo quedaba a merced de la más absoluta cerrazón. Al parecer, todo aquello no había sido fortuito. Muchos bromeábamos sobre pedir un indulto para la luna pues, cuando la pierdes, te das verdadera cuenta de cuánto la idolatrabas. Pero no. Lo que fuera que había causado aquel fenómeno, tenía claro lo que hacía. Nos habían dejado el sol pues sin él no hubiéramos podido continuar con nuestra existencia. Pero se habían llevado todo lo demás, todo lo que, sin ser fundamental, acompañaba, y maquillaba, y daba sentido al espacio desde el que el sol nos daba vida. Y enseguida te dabas cuenta. Aunque no hubieras sacado jamás un provecho de las estrellas, siempre nos habían hecho compañía, ayudado a extraer la poesía de la noche o incluso guiado en épocas no tan remotas. Y lo mismo sucedía con los colores del cielo; los azules pálidos o intensos, los rojizos previos al desatar del viento; el sombrero plomizo de los días de tormenta. Habían desparecido o habían sido sustituidos por escalas de grises en la maquiavélica paleta del causante de tal estropicio. También añorábamos las nubes; los pequeños cúmulos, las que dibujaban formas recortadas sobre el azul o las que tejían una tupida red de macramé sobre nuestras cabezas. Tampoco había nubes. Los que valoraban lo sucedido se apresuraron a vaticinar que sin nubes no habría lluvia y que sin lluvia moriríamos víctimas de las tremendas sequías. Pero no fue así; aun sin nubes, había lluvia. La cortina de agua emanaba de la cúpula negra sin que pudiéramos precisar de dónde provenía con exactitud. Era como si el agua cayera desde millones y millones de quilómetros de distancia. Así; nos quedó la lluvia y el sol. Y todo lo demás nos fue arrebatado. Desde entonces vivimos más despacio y menos felices, como si hubieran derribado parte del decorado sobre el que sucedían nuestras vidas. Los que lo vivimos, nos reunimos para recordarlo. Y a las generaciones que llegaron después les explicamos cómo era el cielo turquesa de alguna primavera, cómo se tatuaba la luna sobre la bahía o qué era una estrella fugaz. Les decimos que cuando veías una, podías pedir un deseo. Y que de pedirlo hoy, con seguridad pediríamos que nos devolvieran el cielo.

miércoles, mayo 10, 2006

Copen...

La ciudad es pequeña, lo suficiente como para recorrerla sin dificultad en alguna de las bicicletas gratuitas que puedes encontrar en plazas y calles destacadas. A modo de carrito de supermercado, introduces una moneda, te llevas la bici y la devuelves en cualquier punto de la urbe recuperando tu simbólica inversión. Como buen estado monárquico, se paga y cobra en coronas por lo que al principio cada desembolso se convierte en una proeza numérica de conversiones a euros y pesetas. Los canales confieren ese carácter romántico y bucólico de los lugares tan acogedores como misteriosos. La hilera de fachadas pequeñas y clónicas de colorines que se reflejan en ellos confieren la idea de un mundo de juguete. Cientos de personas se sientan cada tarde en Nyhavn, con sus pies colgando sobre el canal, para charlar y beber cerveza. Dos son los estandartes nacionales en forma de riquísima cebada líquida: Tuborg y Carlsberg. A cualquier hora y en cualquier lugar, la gente pasea con su botes y botellas en la mano: en el tren, en el paso cebra, en la bici… Junto a la estación central se levanta una fortaleza que hace las veces de corazón de la ciudad. El Tivoli es a la vez un enorme parque de atracciones y un impresionante centro social y de ocio repleto de restaurantes, bares, escenarios y hermosos recovecos florales y ajardinados. Jóvenes y mayores deambulan por su perímetro como si media ciudad se pusiera de acuerdo para encontrarse cada atardecer. El país se divide en la enorme península de Jutlandia y dos grandes islas: Junen y Selandia. En esta última se encuentra la capital. Y como pequeña es la ciudad, pequeño es su principal reclamo. Como una joya, en la orilla del mar, resguardada y flanqueada por la imponente nueva opera y las aguas pausadas que oxigenan el gran canal. Ahí reposa, sobre su roca, la hermosa mujer pez. Es del tamaño real que poseería, de existir, un ser así. Joven y sumamente bonita, se deja hacer por la maraña de turistas obligados a posar junto a ella. Al sureste de la ciudad, en el distrito de Christians-Havn, se encuentra Christiania. Sin duda, un lugar único en el mundo. En los años 70, en pleno movimiento hippie, éstos buscaron un lugar en el que establecer un estado, una especie de paraíso en el que desarrollar sus libertades y su modo de vida. Así nació Christiania, una especie de ciudad bohemia convertida, muy a su pesar, en atractivo turístico. Pero aun así, mantiene su filosofía e idiosincrasia, sus caminos de tierra poblados por casas abigarradas en las que alguien trabaja su jardín, o pinta, o escribe, o cría animales, o, simplemente, descansa mientras degusta un smorrebrod.
En definitiva, la ciudad no es tan seria como la esperábamos. Ni tan sosa, ni tan limpia, ni tan fría, ni tan cuadriculada. Vetustos edificios, palacios, calles adoquinadas, carriles bici, puentes e innumerables plazas hacen de ella un lugar acogedor, hermoso y en el que da la impresión que resulta agradable vivir.