dos gorriones y un gazapo...
Primero ha aparecido con dos gorriones, de los pequeños, que caen de sus nidos por causa del viento. A veces me pregunto si no podrían darse cuenta las gorrionas o las promotoras que les gestionan sus nidos de que en el tejado de casa sopla demasiada brisa y los nidos tienden a salir volando. Total, que la perra persigue a los pájaros que se precipitan hasta el suelo (el suelo que ella considera su territorio, al fin y al cabo). Y es un espectáculo triste y deprimente pues aunque esas pequeñas criaturas estén ya condenadas hiere la sensibilidad el hecho de que un perro las devore ante tus ojos. En este punto ha recibido su consecuente reprimenda que dudo entienda a la primera; no se mata a los pájaros pequeños. El problema principal ha llegado media hora después, cuando ha emergido de los matorrales con algo en la boca. Se ha acercado, feliz y orgullosa, dispuesta a compartir el trofeo con quien debe considera uno de sus amos y, por tanto, aquel ante el que rendir cuentas de sus actos. Tras hacerse la remolona y tras varios gritos inquisitorios, lo ha soltado. Ahí estaba, en medio del empedrado de la entrada, un pequeño gazapo (por supuesto, muerto). El corazón se me ha encogido de inmediato. Era tan hermoso y tan pequeño, con sus brillantes ojitos negros, que he estado a punto de emprenderla a golpes contra la perra por semejante aberración. Pero después de guardar el roedor en la nevera (por eso de que ojala se aproveche ya que está muerto) he reflexionado. Tampoco puedo volver loca a la perra, que me miraba exultante, moviendo a gran velocidad el muñón que posee por cola. No puedo olvidar que es, fue y será un perro de caza. Que mi padre lo suyo habrá tardado para adiestrarla en las artes del acecho, del porte y de la captura. Cómo le digo yo que está mal que cace un conejo, y más aun en casa, cuando le han enseñado que eso es precisamente lo que debe hacer. Cómo la castigo por ejercer una función que ella cree indispensable e incluso remunerada en tantas otras ocasiones. Pues no puedo. O sí puedo pero creo que es algo sumamente contraproducente para su equilibrio mental, ya mermado en una casa como la mía. Y tampoco puedo esperar que ella sienta la lástima que siento yo hacia la mayoría de sus presas y que por ello sea clemente y selectiva. También podría decirle que no me enseñe a sus víctimas al igual que yo no voy enseñándole mis campañas, pero eso tampoco lo entendería. Tendré que aceptarlo. Tendré que aceptar que ese peluche blanco con antifaz marrón que me mima y adora, es en esencia una bestia asesina. Que esa mirada a media asta, patita levantada y gesto de inocencia suprema, es sólo una pequeña parte de su naturaleza. Que después, cuando muta, inyecta sus ojos en sangre, eriza el pelo de su lomo, muestra su imponente dentadura, y mata. Al fin y al cabo, así es la naturaleza y yo no la he inventado. Simplemente, como tantos otros escépticos, sigo cuestionándola.