siempre hay algo que contar...

lunes, febrero 19, 2007

la memoria del agua...

De repente, un día cambiaron los flujos de la memoria del agua. Ya no avanzaba si no que retrocedía. Pero no retrocedía, simplemente, permutando el sentido y la dirección de las corrientes. No remontaba de repente el río que ayer descendía en cascada. No. Era mucho más complejo. En su trayectoria inversa enroló al tiempo, y lo hizo timonel y líder de su opuesto itinerario. Así, en súbita reencarnación, todo retrocedía. No sólo el flujo. Todo. En tiempo y espacio. Por ello, el difunto tronco que atravesaba la bahía daba media vuelta y regresaba a la orilla. Allí, reactivaba su sabia y raíz para reconquistar la tierra. Y con una torpe firmeza, se incorporaba lentamente hasta que, erguido, recuperaba su naturaleza y volvía a ser el árbol que fue. Lo mismo sucedía con los barcos anegados y con los marineros sumergidos que poblaron sus cubiertas. Volvían. Todo volvía. Los peces, por generaciones, brincaban de las bañeras de los pesqueros viendo como las redes se abrían a su paso. Y allí se encontraban de nuevo con sus escamados progenitores. El agua había perdido su memoria y había invertido el tiempo para intentar recuperarla. Pasado y presente convivían caóticos en aquel sinsentido. Dulzura y destrucción. Caminaban absortas por las playas las víctimas de riadas, ahogos y maremotos. Niños y ancianos sin más vida ni época que la recién adquirida. Y a la vez, línea a línea, se desintegraba el espacio que habíamos robado al mar. Casas, puertos, hoteles, urbanizaciones repletas de gente iban en procesión desapareciendo. En una inquietante sensación, la tierra devolvía la lluvia que había absorbido. Y llovía, en su absurdo, de abajo hacia arriba, acumulándose con ímpetu en la bóveda de unos paraguas que se nos escapaban de las manos como incontrolables cometas. La transición era paulatina. Y cada estadio, menos amable y más doloroso. Se invertían los mapas desdibujando islas y continentes ya descubiertos. Sin previo aviso, volvían los ríos, las pozas, los torrentes y las lagunas, a ocupar los pueblos y las ciudades de las que fueron desterrados. Empezaron las lágrimas, pretéritas y olvidadas, a volver a inundar las cuencas de nuestros ojos. Manchadas de arena, y restos de piel, y tinta de despedidas, remontaban nuestra mejilla como gusanos húmedos de nostalgia. Y así los que más sufrían eran los que más habían sufrido. El recuerdo del agua era, a partes iguales, el recuerdo y el olvido de los hombres. Muchos no lo soportaron. Los veíamos caer, abatidos, semicubiertos por los charcos de su propia melancolía. Al percibirlo, el tiempo se detuvo y miró la obra dantesca que se representaba a su alrededor. El agua, sin duda, le había engañado, embarcándolo en una cruzada mucho menos compasiva de lo prometido. -Ya basta-, grito el tiempo. -No pienso seguir con esto-. El agua aguantó, y avanzó lo que le permitió su impulso. Después se detuvo, desconcertada, y fue recuperando, sumisa y lentamente, el lugar que le correspondía. -Desde hoy…-, sentenció el tiempo -…tu memoria, pasada, presente y futura, te será arrebatada. Ya que no sabes utilizarla, carecerás de ella-.
Así fue como el agua perdió definitivamente su memoria. Y con la suya, cruel coherencia del entorno, entregó la de los peces.

senti frio...

Sentí frío. Ladeé la cabeza para comprobar si aun tintineaban los cascabeles de mi miserable sombrero de arlequín. Me fui a la barra. Bebí despacio, leyendo el futuro en los borrones del suelo. Ladré mis historias a nadie como ladran a veces los perros a través de los muros. Nombres y materias en cíclica descomposición fluían entre humo del Rif y espuma de Estrella. El tiempo se sumió en una huelga de hambre y no me importaba. Por mi como si explotaran de golpe todos los relojes. Por mi como si se cayeran por lastre los colores de todas las putas banderas que desfilaban por la avenida. Busqué el asilo del cenicero, puede que sólo ahí encontrara la cercanía ya olvidada de algún trazo de carmín. Y como un tonto me vi montando origamis absurdos con las colillas: un zorro cojo, un árbol quemado, una cuchilla de afeitar oxidada, un pájaro muerto, una pirámide vacía. Sorprendí a Jesús observándome perfectamente contorneado en una mancha de café. Pensé que sería una buena foto para impulsar la economía colombiana; "Café de Colombia. Divino". Aunque presentía que la calle se iba poblando de alienígenas, no les prestaba atención. Así desistirían en sus cansinos intentos de abducirme. Hice gárgaras. Eso los mantiene alejados. Sentía espasmos cada vez que me sorprendía furtivo en el espejo de la columna. Maldita luz cenital. Malditos espejos. Si algo sobra en este mundo, son los espejos. Todos tenemos espejos pero sólo una minoría se sienten orgullosos de mirarse en ellos. Vaya estrategia nos colaron los muy cabrones. Los espejos deprimen a la gente, desnutren a las adolescentes y engordan a los cirujanos. En fin. En un instante me encontré rodeado. Me rozaban, me tocaban, me miraban y compartían sus voces, alientos y olores cerca de mi. El frío de un tiempo atrás había mutado en un calor abrasivo. No tenía más remedio que escapar. No cedería. No interactuaría. Jamás podría formar parte de ellos ni de su macrosistema. No lo elegí, pero así vino. Y así seguiría siendo. Existe un pequeño pasillo que une la razón y la locura. Aunque estrecho y oscuro, no se vive mal en él.

mexico...

La tarde cae a trompicones sobre las playas de Tulúm, el sol se descuelga por las palmeras y desaparece al son de un magistral silencio caribeño. Los últimos pelícanos abandonan la costa conscientes de que sin luz pocos peces divisarán en sus descensos en barrena. La gente emerge del agua en un pacto tácito por no interferir en la labor de los noctámbulos predadores; mantas inmensas y escualos curiosos que toman la zona. Resultan menos temibles de lo que creemos pero más de lo que estamos dispuestos a averiguar. Horas antes, en un embarcadero derruido que se adentra varios metros en la laguna de Cobá, descubrimos perplejos que bastan unos ligeros golpes de vara sobre el agua para atraer a los cocodrilos. La excitación te muestra seres tranquilos e incluso entrañables. La leyenda, en cambio, te obliga a retroceder enmudeciendo ante el crepitar de aquellas tablas carcomidas. Un indígena aparece y, como quien cuida de su mascota, les ofrece, ensartado en aquel palo, un pedazo de pollo; "mejor tenerlos sin hambre", afirma tajante. Así nos despedimos, dudando que aquella miasma sacie a un dinosaurio de tres metros que, a nuestro paso, nos dedica su sutil e indiferente mirada flotante.
Durante el camino de vuelta a Playa del Carmen recordamos que en las chabolas que pueblan los límites de la selva en el estado de Quintana Roo reina la subsistencia en su concepto más primario. A diferencia del nuestro, su "todo incluido" implica dosificar a diario el pan de trigo, implica mosquitos que transmiten la malaria, boas y derivados, inmensos escorpiones negros que descansan en sus tejados de paja, la hermosa Goliat, reina entre las tarántulas, e implica dormir suspendidos en hamacas para evitar las visitas de casi todos los anteriores. Tampoco en las ciudades el panorama es más halagüeño. Aun siendo menor el riesgo de que un jaguar los elija de almuerzo, no es menos dolorosa la mordedura incipiente de las corruptelas administrativas. El escalón social hace tiempo que se rompió dejando un abismo insalvable entre unos pocos y la gran mayoría. En la carretera, un billete de 200 pesos solivianta cualquier tipo de problema burocrático con la ley. Y en la costa, la aparición esporádica de fardos y la inexplicable reducción de su tamaño según pasan de un cuerpo administrativo a otro te encomienda a no mirar, no hablar y no saber.
El parque natural de Xel-Ha supone un acercamiento a un hipotético paraíso. El descenso del río, a nado, comienza bajo el impresionante paraguas de un frondoso manglar; una cortina de raíces que se adentra en el agua entre el miedo a lo desconocido y el misticismo de lo salvaje. Bajo nuestras piernas, un grupo de peces loro parecen observarnos con una curiosidad equivalente a la que generan en nosotros. Todo deviene en formas y colores sublimes ante la brumosa pantalla de nuestra máscara de buceo.
Así transcurren los días, inmersos en un idílico compaginar de tequila, arena y restos arqueológicos. Todo el decorado parece ponerse de estreno a nuestro paso; la pirámide de Chichén Itzá, el pomposo boato de Cancún, los cenotes, el arrecife de Cozumel,… Tras cada pequeño o gran descubrimiento, florece la idea que enmienda la idea con la que llegamos. Todo es mejor de lo que esperábamos lo que nos hace esforzarnos aun más en disfrutarlo y retenerlo. Unos magníficos tacos de camarón y una buena bandeja de totopos con guacamole suponen el último recuerdo de un edén que, aun hoy, mientras avanza su explotación, es absolutamente recomendable.

jonas

Como si nada hubiera sucedido, Jonás cogió la poca ropa que tenía en sus cajones, su colección de vinilos y su taza de Janis Joplin. Mientras doblaba las camisas se fortificaba pensando que, de todos modos, aquello no hubiera funcionado. Ella lloraba, gesticulaba de forma absurda y balbuceaba como un moribundo en sus baldíos intentos por pedir perdón. Pero daba igual. Él no la miraba y mucho menos la oía. En su paréntesis, en el puente colgante desconchado que suponían aquellos minutos de inflexión, no quería que nada le hiciera tambalear. Por eso, mientras ella se desgañitaba por disipar su perjurio, él oía las olas. Las rotas y las que venían de lejos dispuestas a romper en inocencia contra su escollera. Si te vas ahora, le dijo una vez que aire y llanto se alinearon para permitirle hablar, me voy a morir. Él, por aquel entonces, ya oía lejanos los ladridos de los perros y el deslizar del viento sobre los cipreses del pueblo. Oía el susurro serpenteante de cada oliva suicida, de las que en su despedida se abrazan a las hojas que encuentran por el camino. Hizo una bolsa y una maleta, el equipaje justo para andar con comodidad mientras decidía dónde ir. Ya tenía el plan más o menos trazado; cogería un taxi hasta el Otoñal y allí se tomaría un par de cervezas. Después llamaría a Carlos para explicarle la situación y pedirle asilo durante unos días. Mañana ya, después del trabajo, visitaría a su madre en el hospital y según la viera decidiría si se lo contaba o no. Cuando se dio la vuelta, observó la escena grotesca que dibujaba ella sobre el sofá; el maquillaje esparcido por su cara como en una portada de Kiss, el círculo húmedo y denso de lágrimas sobre la almohada, sus pies descalzos y, probablemente, dolidos de frío. Te lo juro, gritaba ella, me voy a morir.

Tranquila, le dijo mientras avanzaba en su exilio hasta la puerta. No puedes morirte. Morir no es reflexivo por lo que, pase lo que pase, no puedes morirte a ti misma. Si acaso puedes matarte. Y eso, sin duda, ya no es mi problema.